–Mira, Pedro, no haces más que decirme que soy preciosa, y esperas que me lo crea, pero tú en cambio te ves como a un monstruo por más que te diga que no lo eres.
Sus cicatrices eran horrendas; eso no podía negarlo. Y, sin embargo, a Paula su aspecto no parecía repelerla. La miró a los ojos y tragó saliva. Tal vez, igual que ella, otras personas serían capaces de ver más allá.
–Llama a Adrián, Paula. Llámalo para ver cómo está, y dale un motivo para vivir.
Al ver que él no decía nada, se cruzó de brazos y se quedó mirándolo. Pero es que no podía decir nada, porque se le había hecho un nudo en la garganta.
–Prométeme que al menos lo pensarás –le pidió Paula.
Pedro asintió.
–Y mañana creo que deberíamos probar algo distinto –añadió Paula–. Mañana bajarás aquí, a la cocina, y prepararás una de tus recetas, me irás dictando los pasos mientras la haces, y yo los iré anotando.
Pedro no estaba seguro de si sería capaz de hacerlo. Ella, como si hubiese notado su vacilación, le dijo:
–Creo que ha llegado el momento de que decidas qué es más importante para tí: Ese castigo que te has autoimpuesto, o acabar de escribir el libro.
Al día siguiente Paula se pasó toda la mañana limpiando para mantenerse ocupada, pero aun así no podía dejar de acordarse del beso del día anterior. Cuando ya no le quedaba nada más por hacer, se sentó fuera, en las escaleras del porche, a mirar el mar, y al poco apareció Rocky y se sentó a su lado.
–¿A tí también te está evitando Pedro? –le preguntó, rascándole entre las orejas.
No lo había visto en toda la mañana y eran ya…, Miró su reloj, casi las tres. Lo había oído bajar cuando estaba tendiendo la ropa, y por las pruebas del delito que se había encontrado al volver a la cocina, parecía que se había hecho unos sándwiches y había vuelto arriba.
–Como no baje pronto a cocinar una de esas recetas suyas como le dije ayer, Rocky, esta noche le pondré varitas de merluza para cenar.
–Eso sería peor que la muerte.
Al oír la voz de Pedro, Rocky se levantó y corrió hacia la puerta. Paula se volvió, pero no de inmediato.
–Buenos días, Paula –la saludó Pedro mientras acariciaba a la perra–. ¿Cómo va tu mañana?
–Bien; productiva. Estaba esperando que bajases. ¿No te parece buena idea lo que te propuse ayer?
–No, sí que es buena idea, y vamos a hacerlo.
¡Sí! «Y mañana le daré la lata hasta que me enseñe a hacer el relleno de los macarrones y a montar la pirámide», pensó Paula.
–Sabia decisión –le dijo–; te has salvado de las varitas de pescado.
Pedro sonrió levemente, pero luego se puso serio y se sentó a su lado.
–Antes quería que aclaráramos lo del beso de ayer. O al menos de intentar explicarme.
A Paula se le encogió el estómago. Apartó la vista de él y miró al frente. Sabía lo que iba a decirle, el típico discurso a modo de disculpa, para decirle que en realidad no estaba interesado en ella.
–A pesar de lo que te dije ayer, no quiero que te lleves una impresión equivocada.
Lo sabía, lo sabía…, Se dijo Paula con amargura. Pero permaneció en silencio. No tenía ánimos para tomar parte en la conversación.
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