martes, 4 de enero de 2022

Curaste Mi Corazón: Capítulo 32

Paula abrió la boca para llevarle la contraria, pero Pedro la interrumpió.


–Se enterarían; por mucho que intentara llevarlo en secreto.


–¿Y por qué le hiciste una promesa así?


–Porque todo el revuelo mediático que había en torno a mí y el accidente estaba disgustando a Adrián.


–Y tú querías hacer lo que pudieras para que estuviese tranquilo.


Pedro asintió.


–Bueno, ¿Y qué querías preguntarme tú a mí? –inquirió Paula.


–Pues… –Pedro se irguió en su asiento–. Lo que quiero saber es… ¿Por qué estás tan convencida de que no tienes ningún atractivo? ¿Quién o qué te hizo sentir así?


Paula apartó la vista y jugueteó con el dobladillo de su mantel.


–Cuando estaba en el colegio, y luego en el instituto, mis compañeros se burlaban de mí y me llamaban «Giganta» –comenzó a explicarle, rodeando con las manos su vaso–. Lo de ser alta tenía sus cosas buenas, como cuando me elegían la primera para jugar al baloncesto, pero cuando había un baile siempre era de las que me quedaba sin pareja. Ningún chico quería ir al baile con una chica más alta que él.


Pedro contrajo el rostro. Los niños y los adolescentes podían ser muy crueles.


–A los diecinueve años, cuando ya estaba en la universidad, me enamoré perdidamente de un chico que estudiaba Química. Pensé… pensé que él también sentía algo por mí –los nudillos se le habían puesto blancos de la fuerza con la que estaba apretando el vaso–. Pero al final resultó que solo estaba conmigo por una apuesta que había hecho con sus amigos: El que llevase a la chica más fea a la fiesta de Navidad, ganaría.


Pedro no podía dar crédito a lo que estaba oyendo.


–¿Me estás diciendo que él…?, ¿Que te…? –no podía acabar ninguna frase; estaba temblando de ira por dentro.


–Algunas de las otras chicas y yo nos enteramos de lo que tramaban y los dejamos plantados antes de la fiesta, pero…


Pero habían hecho que dudara de su atractivo. Y había estado dudando desde entonces, concluyó Pedro para sus adentros.


–No quiero seguir hablando de esto –le dijo Paula–. Ya he contestado a tu pregunta, así que si no te importa preferiría que dejáramos aquí la conversación.


–¡No! –estalló él, levantándose de su silla–. No puedo creer que permitieras que un puñado de imbéciles inmaduros te hicieran sentir fea, que te hicieran creer que no valías nada. Eres preciosa y vales mil veces más que todos ellos.


–Cuando vayas a visitar a Federico podemos seguir hablando de esto todo lo que quieras; pero hasta entonces… Me gustaría que dejaras el tema.


Paula se levantó también y se llevó los platos a la cocina. Pedro habría querido seguirla, zarandearla por los hombros y convencerla de que estaba equivocada, pero sabía que si lo hiciera acabaría besándola de nuevo, y esa vez ninguno de los dos sería capaz de parar. Salió al porche, seguido de Rocky. ¡Si en ese momento tuviera delante a esos canallas…! ¡O si pudiera al menos demostrarle lo guapa que era…! «Puedes hacerlo; ve a ver a Federico. Hazlo por ella», le dijo la voz de su conciencia. Pedro se sentó en los escalones con la cabeza entre las manos. ¿Ir a ver a Federico? Quería hacerlo, con todas sus fuerzas, pero no podía romper la promesa que le había hecho a la madre de Adrián. 



Al día siguiente, cuando Pedro le entregó una nueva receta, de pollo al vino, Paula escrutó su rostro, buscando algún signo de lástima por ella, pero no vió ninguno. Sin embargo, la desconcertó que sus ojos se posasen en sus labios, y la ola de calor que esa mirada provocó en ella. ¿Por qué reaccionaba así su cuerpo? No quería sentirse atraída por él. ¡Y ojalá no le hubiera contado aquella historia tan humillante la noche anterior! «Vamos, piensa en algo medianamente inteligente que decir», se ordenó, bajando la vista a la receta.


–O sea que… ¿Tengo que tenerlo hirviendo a fuego lento durante al menos una hora y media?


–Sí, pero siéntate un momento –le dijo Pedro, señalándole la mesa de la cocina con un ademán–. Es muy temprano; no tienes que empezar ya a cocinar.


–Bueno, tengo que cortar todas las verduras, ¿No?


Pedro puso encima de la mesa su ordenador portátil y se sentó.


–Ni siquiera tú necesitas cinco horas para trocear el pollo y cortar las verduras. Siéntate, ¿Quieres?


Paula obedeció finalmente.


–Muy bien, ya estoy sentada. ¿Qué quieres?


Pedro enarcó una ceja. Paula sabía que estaba siendo descortés, pero es que estaba de mal humor y se sentía frustrada.


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