A la hora de la cena, Pedro se obligó a bajar. No tenía el más mínimo apetito, pero estaba seguro de que si no hacía acto de presencia Paula subiría como una furia a exigirle una explicación. La preocupación que vió en su mirada cuando entró en la cocina se le clavó en el corazón como una daga.
–Estoy bien –le dijo, antes de que pudiera preguntar.
Se llevó la jarra de agua y los vasos al comedor, y ella lo siguió poco después con una suculenta fuente de espaguetis con albóndigas. Les sirvió a ambos y se sentó frente a él, pero no empezó a comer, sino que tomó su vaso con la mano temblorosa, y tomó un trago antes de decir:
–Deduzco que tu visita no ha ido como esperábamos, ¿No?
Él sacudió la cabeza.
–Adrián está hecho polvo, Paula.
–Bueno, lo que ha pasado es algo traumático.
–Y que yo fuera a verle no ha ayudado en absoluto; no hice sino empeorar las cosas.
–¿Cómo? –inquirió ella en un susurro.
Pedro tuvo que inspirar antes de continuar.
–Me detesta. No quiere ni verme, tal y como decía su madre.
Paula se quedó callada, como si no supiera qué decir.
–¿Y qué piensas hacer? –inquirió finalmente.
Pedro tomó su tenedor y removió con desgana los espaguetis.
–Volver al plan inicial. Tengo que centrarme en ganar el suficiente dinero para que Adrián siga teniendo la mejor atención.
–Pero… Pero entonces… ¿Qué pasa con nosotros? –inquirió Paula con voz queda.
Pedro sintió un resquemor amargo en la garganta.
–No puede haber un «Nosotros», Paula. Al menos no en un futuro inmediato.
Ella se quedó mirándolo durante unos segundos que se le hicieron largos y dolorosos, como si no lo hubiera oído bien. Luego dio un respingo, al comprender, y palideció. Pedro se sentía como un canalla y quería rogarle que lo perdonara, pero no le salían las palabras. Paula apretó los labios y, saliendo del estado de aturdimiento en el que estaba, le espetó con ojos relampagueantes:
–¿Vas a rendirte solo porque el primer golpe te ha derribado? ¿Vuelves a casa corriendo con el rabo entre las patas, como un perro asustado?
Pedro no dijo nada. Si Paula necesitaba desahogarse, dejaría que lo hiciera. Se merecía todo lo que pudiese decirle.
–¿Es que siempre lo has tenido todo tan fácil que nunca has tenido que luchar por nada? –lo increpó Paula. Se rió con amargura y añadió–: Federico solía alardear diciendo que eras algo así como una especie de genio, que ibas de triunfo en triunfo –se puso de pie–. Pero la realidad es que todo lo que has conseguido, lo has conseguido tan fácilmente que te has convertido en un… ¡En un perdedor!
Las palabras de Paula eran cortantes como latigazos, pero continuó callado.
–Cuando de verdad te importa algo, Pedro, sigues luchando hasta que vences, por más veces que te caigas. Si de verdad te importara Adrián, te esforzarías más.
Lo que estaba diciendo en realidad, era que si ella le importaba, lucharía por ella. Y tenía razón, porque Paula merecía que luchara por ella. En cuanto a Adrián… No quería verlo; no había vuelta de hoja. Y bastante daño le había hecho ya.
–Pero no vas a hacerlo, ¿Verdad? –añadió Paula. Su voz estaba teñida de decepción, y la idea de defraudarla era peor que el que se enfadara con él.
Paula sacudió la cabeza y se marchó, y Pedro se sintió como si su corazón hubiera dejado de latir.
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