martes, 18 de enero de 2022

Curaste Mi Corazón: Capítulo 47

Pedro se agachó para meter la mano en una cesta que había en el suelo, junto a él… Y lo que sacó fue un cachorrito adorable con un lazo al cuello que tendió a su abuela.


–Feliz cumpleaños, Lucrecia.


–¿Para mí? ¡Ay, niña, verás cuando lo vea tu tía abuela Beatríz; se pondrá verde de envidia! –exclamó su abuela entusiasmada, dando palmadas–. Gracias, Pedro, ¡Qué regalo más bonito! –dijo, y fue a sentarse en uno de los sofás a hacerle carantoñas al perrito.


–Y este es para tí, Paula –dijo Pedro sacando otro cachorro de la cesta–. Es una perrita; la he llamado Bella.


Cuando le puso al cachorrito en los brazos el olor de su colonia la envolvió, y Paula tuvo que cerrar los ojos un instante para no sucumbir a su hechizo. Haciendo un esfuerzo por contener las lágrimas, se apartó de él y fue a sentarse con el dulce y soñoliento cachorrito en el brazo del otro sofá.


–Por cierto, lo creas o no… –comenzó a decir Pedro, y ella no pudo evitarlo y alzó la vista–… Rocky te echa de menos.


¿Solo Rocky?, pensó Paula decepcionada. Sacudió la cabeza y le dijo:


–Pues sí, me cuesta creerlo.


Le hizo un ademán para que se sentara a su lado, pero Pedro no se movió de donde estaba, pero la devoró con su intensa mirada.


–Todavía no me ha perdonado que te dejara marchar.


Ella sí lo perdonaría; lo perdonaría si le dijese que lo sentía. Y si le pidiera que volviese con él, lo haría. «¡No! ¿Pero en qué estás pensando? ¿Es que no tienes dignidad?».


–¿Cómo está Adrián?


Su pregunta era un dardo envenenado, pero le pareció que debía recordarles a los dos por qué no podían estar juntos.


–Está bien. Los he dejado a su madre y a él en la casa de la playa.


Paula lo miró boquiabierta.


–¿Qué tú…? ¿Pero cómo es que…?


Pedro miró su reloj.


–¡Vaya, mira qué hora es! –exclamó ignorándola por completo–. Lucrecia, creo que será mejor que empiece a preparar la cena si quieres que la sirva, como hemos quedado, a las siete en punto –le dijo a su abuela.


Salió de la casa y volvió a entrar con dos cestas cargadas con los ingredientes más intrigantes y le dijo a Paula con una sonrisa:


–Creo que vas a ser mi ayudante, ¿No?


Ella intentó sonreír también, pero no pudo.


–Yupiii… –dijo por lo bajito, con retintín.


–Vamos, Paula, lo único que quiero que hagas es que montes esa pirámide de macarrones.


Ese era el problema, que no quería nada más de ella. Dejaron a los perritos con su abuela y fueron a la cocina. Mientras Pedro sacaba las cosas de las cestas que había traído, Paula se lavó las manos y comenzó a recubrir dos conos de plástico con el fondant.


–¿Por qué dos? –inquirió Pedro, apareciendo de repente detrás de ella.


Estaba tan cerca que la caricia de su aliento hizo que se le erizara el vello de la nuca. Quería que la besara; se moría por que la besara, pero ni siquiera le había dado un beso en la mejilla cuando había llegado, y eso decía mucho. Sin embargo, era lo mejor, pensó apesadumbrada.


–Creo que todavía no te he dicho lo guapa que estás.


¿Guapa? Si llevaba un pantalón de chándal y una camiseta que le quedaba grande… Se volvió hacia él y le preguntó:


–¿A qué has venido, Pedro?


Él bajó la vista a sus labios, y una ola de deseo la invadió. Se inclinaron el uno hacia el otro, pero en el último momento Pedro se echó hacia atrás.


–Si te beso ahora perderé el control –masculló entre dientes–, y le prometí a tu abuela que tendría lista la cena a las siete. Y tú le has prometido que harías esa condenada pirámide de macarrones –de pronto la asió por los hombros con fuerza y le dijo–: Pero después de la fiesta, hablaremos.


Paula tragó saliva.


–De acuerdo; está bien.


Se pusieron cada uno a su tarea. Cuando hubo terminado el revestimiento del primer cono, Paula fue insertando cuidadosamente en él, ayudándose de palillos de dientes, hileras de macarrones de distintos colores hasta llegar a la punta. Luego añadió unas cintas de color rosa, verde y amarillo limón para decorar. Al retroceder un par de pasos para admirar el resultado casi se chocó con Pedro.


–¿Qué te parece? –le preguntó. «¡Qué patética eres! ¿Acaso dependes de su aprobación?»–. No está mal, ¿eh? –añadió con aire fanfarrón.


–Precioso –murmuró Pedro. Pero era a ella a quien estaba mirando.


Se quedaron mirándose a los ojos, embelesados, pero Pedro se apartó y Paula reprimió un gemido de frustración. Tomó la pirámide y la colocó con muchísimo cuidado en un estante libre de la despensa. Luego hizo la segunda pirámide, idéntica a la primera, igual de perfecta, y la puso junto a la otra en la despensa. Pedro volvió a preguntarle por qué dos pirámides, pero ella se limitó a encogerse de hombros.


–Paula, cariño –dijo su abuela entrando en la cocina–. Nuestras invitadas empezarán a llegar dentro de cuarenta minutos, y tú todavía no te has vestido.


–Enseguida voy, abuela. Estaré lista a tiempo para la fiesta, te lo prometo.

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