Paula cerró el tupper de plástico con satisfacción. Contenía una docena de macarrones perfectos. Lo colocó en un estante de la despensa, junto a los otros. En los últimos días había horneado un total de seis docenas. Era el doble de los que iba a necesitar, pero no quería correr riesgos. Todos y cada uno de ellos eran perfectos. Con los menos perfectos había llenado una caja de lata, de las de galletas, y hasta su abuela, que al principio se había entusiasmado con los pequeños dulces, estaba empezando a cansarse de ellos. Y en lo que se refería a ella, no quería volver a ver un macarrón después de la cena de cumpleaños de su abuela de esa noche. Volvió a la mesa de la cocina y se acercó el cono de plástico que había sobre ella. Era la base para la pirámide. Tenía otros ocho, por si acaso, guardados en uno de los armaritos. Ya había hecho una prueba, y era un proceso tedioso y laborioso. No entendía que hubiera gente que perdiese el tiempo en un postre así, que luego acababa desbaratado en cuestión de minutos. ¿Qué satisfacción les reportaba? Si volvía a hablar con Pedro alguna vez, se lo preguntaría, se dijo mientras iba por el fondant con el que iba a recubrir el cono. Pedro… Se le hizo un nudo en la garganta, como siempre que pensaba en él. Habían pasado ya ocho semanas, pero seguía echándolo muchísimo de menos. En realidad sí había sabido de él durante ese tiempo. Dos veces. Una por un escueto e-mail que le había mandado, preguntándole si había llegado bien a Sídney. Ella había contestado con otro igual de escueto: «Sí, gracias». La segunda había sido una semana después, cuando él le había enviado otra receta para su pirámide de macarrones. Paula le había dado las gracias, también brevemente, y esa había sido la exigua comunicación que había habido entre ellos. Sin embargo, esperaba volver a tener noticias suyas pronto, porque Rocky ya debía haber parido. Le extrañaba que no se hubiese puesto en contacto con ella para decírselo. Pero claro, estaba demasiado ocupado, afanándose en ganar dinero para pagar las facturas médicas de Adrián, se recordó irritada, frunciendo el ceño. En ese momento sonó el timbre de la puerta, pero lo ignoró. Sería otro ramo de flores para su abuela; ya abriría ella. Para su sorpresa, sin embargo, su abuela asomó la cabeza por la puerta de la cocina al poco rato y le dijo:
–Pau, cariño, ¿Te importaría dejar eso y venir un momento? Tenemos visita.
Extrañada, Paula se limpió las manos en la camiseta antes de seguirla hasta el salón, y se quedó petrificada al ver quién estaba allí. ¡Pedro! Se quedó plantada donde estaba, mirándolo anonadada, con el corazón latiéndole como un loco. Tuvo que hacer un esfuerzo para cerrar la boca. De repente se sentía algo mareada. Miró a su abuela, que esbozó una sonrisa serena, y luego a Pedro, que hizo otro tanto.
–Hola, Paula.
Ella tragó saliva y le preguntó:
–¿Qué haces aquí?
–¿No te lo había dicho, cariño? –intervino su abuela, dándole unas palmaditas en el brazo–. He contratado a Pedro para que prepare y sirva la cena.
¡¿Que había qué?!
–Pero… ¿Cómo…?
–Llamé para decirte que ya habían nacido los cachorros, pero no estabas en casa.
¡Su abuela ni siquiera se lo había mencionado!
–Tu abuela y yo empezamos a charlar, y me preguntó si podría contratarme para preparar su cena de cumpleaños –le explicó Pedro, encogiéndose de hombros.
Paula tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no dejar que la decisión que había tomado semanas atrás se disolviera como un azucarillo con la cálida mirada de Pedro. No iba a cambiar de idea por que se presentara allí por sorpresa. No estaba dispuesta a ser su premio de consolación.
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