–Las manos quietas –le recordó, murmurando las palabras contra sus labios, antes de besarlo de nuevo.
En cambio, fue ella quien lo asió por la nuca con ambas manos para atraerlo hacia sí, e hizo el beso más profundo, enredando su lengua con la de él. Pedro no quería que aquel beso acabase nunca. Besar a Paula lo hacía sentirse vivo; lo hacía sentirse libre. Cuando ella se apartó finalmente de él, un gemido de protesta escapó de su garganta. Paula se quedó mirándolo, con el pecho subiendo y bajando y las yemas de los dedos apoyadas en sus labios hinchados. Pedro alargó una mano hacia ella, pero Paula retrocedió y sacudió la cabeza.
–¿Te he hecho daño? –inquirió él con voz ronca.
Paula dejó caer su mano.
–No, por supuesto que no. Es que… –intentó lanzarle una mirada irritada, pero no resultó muy convincente–. ¿No me habías prometido que te comportarías como un caballero conmigo?
Sí, se lo había prometido.
–Perdona, he perdido la cabeza. Pero es que… Lo de que besarnos es una mala idea… ¡Es una chorrada! Me gusta besarte; me encanta besarte. Y creo que deberíamos hacerlo más a menudo.
–No.
–¿Por qué no?
Paula lo miró furibunda.
–Tú mismo dijiste que una relación no haría sino complicar las cosas –le espetó.
Fue a la nevera y sacó un par de latas de Coca-Cola. Puso una en la mesa, que Pedro supuso que era para él, y la otra la abrió y tomó un largo trago. No podía apartar los ojos de su garganta, y cuanto más la miraba, más sed tenía, sed de ella.
–Pedro, ¿Quieres dejar de mirarme así?
–No puedo evitarlo.
Y tampoco quería evitarlo. Fuera o no fuera correcto, quería volver a besarla, y desnudarla, y hacerle el amor.
–Te deseo y me encanta mirarte.
Paula sacudió la cabeza y se pasó una mano por la cara.
–Lo haces a propósito, ¿No? Hacer esto más difícil de lo que ya es.
–Me vuelves loco, Paula, y si de verdad quieres que echemos el freno, por mí bien, pero tienes que saberlo, tienes que saber cuánto te deseo.
–Ya. Pues entonces quien se va de la cocina soy yo.
–No puedes irte; tienes los macarrones en el horno.
–Pues vete tú; llévate a Rocky a dar un paseo, o vuelve al trabajo.
Pedro sacudió la cabeza.
–Esta es mi casa; no tengo por qué irme.
Paula alzó la barbilla desafiante.
–Entonces, ¿Estás decidido a quedarte conmigo aquí, en la cocina?
Por toda respuesta, Pedro se sentó, tomó la lata y la abrió para beber de ella. Paula dejó su lata en la mesa y se sentó también.
–Muy bien. Pues en ese caso te diré algo que he estado pensando acerca de Adrián.
¿Estaba intentando molestarlo para que se fuera? Pues no le iba a resultar tan fácil.
–¿Ah, sí?, ¿El qué?
Paula se quedó callada un momento, escrutándolo, antes de responder.
–Imagina por un momento que tu situación y la de Adrián estuvieran invertidas, que él fuera el jefe, y tú el aprendiz. El otro día, pensando en ello, se me ocurrió que es posible que él esté tan atormentado por la culpa como tú.
Pedro se quedó paralizado al oír eso.
–Al fin y al cabo –añadió Paula–, fue él quien vertió esa bandeja de marisco con hielo en el aceite hirviendo. Él fue el causante directo del fuego. Tú sabes que fue un accidente, y yo también, pero… ¿Y Adrián? ¿Crees que lo ve del mismo modo? ¿O se sentirá responsable por lo que ocurrió?
La sola idea espantó a Pedro.
–No, ¡Él no puede pensar eso!
–¿Que no? ¿Cómo te sentirías tú en su lugar? –le espetó ella, señalándolo con el dedo.
A Pedro se le secó la boca. ¿Que cómo se sentiría si hubiera sido él el que hubiese dejado caer el marisco con hielo en el aceite hirviendo? Horriblemente culpable. Sus dedos apretaron con tal fuerza la lata de Coca-Cola que llegaron a estrujarla, y el líquido salió a borbotones, derramándose por su mano y por la mesa. Apenas conocía a Adrián. No habrían cruzado ni veinte palabras, y había tenido la sensación de que, como a la mayoría de los nuevos aprendices, su presencia lo intimidaba.
–Tú quieres que crea que soy guapa –le dijo Paula, pasándole una bayeta húmeda para que se limpiase la mano y secase la mesa.
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