Paula enarcó una ceja.
–¿De qué?
–De un beso.
El estómago de Paula se llenó de mariposas. Pedro sonrió, como si aquello lo divirtiera. ¿Qué se creía, que iba a amilanarse?, se dijo ella, alzando la barbilla.
–Hecho.
Además, como no había dicho qué clase de beso, se lo daría en la mejilla, se dijo muy ufana, reprimiendo una sonrisa.
–Un beso en los labios –puntualizó él entonces, como si le hubiera leído el pensamiento.
Paula entornó los ojos.
–Creía que pensabas que lo de besarnos no era una buena idea.
–Estaba equivocado; me muero por besarte. De hecho, querría hacer mucho más que besarte.
Sus palabras la hicieron titilar por dentro. Sabía que debería salir corriendo de allí, pero las piernas le temblaban.
–Muy bien, pues un beso en los labios, entonces. Pero las manos quietas. Y no podrás besarme hasta que los macarrones estén en el horno.
–Hecho.
Paula retiró los macarrones fallidos de la bandeja y puso sobre ella otro papel de hornear. Luego tomó una cuchara.
–Te tiembla la mano –observó Pedro.
Paula apretó los dientes y le tendió la cuchara.
–Porque cocinar me pone nerviosa. Enséñame cómo haces la forma de los macarrones, ahora que ya tenemos la mezcla.
–No se hace con una cuchara, sino con una manga pastelera.
Pedro abrió un cajón, sacó una bolsa de congelados y le cortó con una tijera la punta de uno de los extremos. Paula observó cómo llenaba la bolsa con la mezcla, y luego procedía a formar una hilera de montoncitos redondos sobre el papel de hornear.
–Nos turnaremos –le dijo tendiéndole la manga–. Tú haces la siguiente hilera.
A él no le temblaban las manos y a ella sí. Ese debía ser el motivo por el que sus montoncitos no quedaron tan bien como los de él. Y aunque se reprendió, diciéndose que debería estar atendiendo a sus indicaciones mientras él hacia la siguiente hilera, no pudo evitar admirar sus bonitas manos, y lamentarse por haberle dicho que esperaba que las mantuviese quietas cuando la besara. ¡Con lo maravilloso que habría sido sentir sus dedos recorriéndola!
–Ya está, listos para hornear –anunció Pedro cuando ella hubo terminado otra hilera.
A Paula se le disparó el pulso y le flaquearon las rodillas. «No te muestres débil», se dijo tomando la bandeja.
Pedro abrió la puerta del horno, ella introdujo la bandeja, y cuando cerró la puerta y se volvió, una enorme sonrisa de satisfacción adornaba el rostro de él.
–Y ahora, me debes un beso.
Nerviosa, Paula puso los brazos en jarras y le espetó:
–No pienso dártelo. No está bien que me hayas chantajeado para conseguir un beso.
–No haber accedido –contestó Pedro–. Además, si no me lo das tú, me lo cobraré yo. Y más vale que no me pongas a prueba en eso –añadió divertido–, porque no sabes qué podría pedirte a cambio la próxima vez.
–¿Qué te hace pensar que habrá una próxima vez? Si estos macarrones salen bien, ya no necesitaré más tu ayuda.
–Sí que la necesitarás –replicó él con una sonrisa perversa–, porque todavía tienes que aprender a hacer el relleno… Y a montar la pirámide.
Probablemente nada lo había satisfecho nunca tanto como la expresión patidifusa de Paula en ese momento, pensó Pedro.
–Eres preciosa, y no te imaginas hasta qué punto te deseo –murmuró dando un paso e inclinándose hacia ella.
–¿Quieres parar de decir eso? Sé que no es verdad; ni siquiera soy bonita.
–Si lo quieres es que me calle, ya sabes cómo hacerlo: no tienes más que besarme –la picó Pedro–. Tienes un rostro tan hermoso que ni un poeta podría haberlo imaginado. Y hablando de imaginar… ¿Sabes con qué no puedo dejar de fantasear? –le preguntó en un murmullo–. Con desabrocharte la blusa, liberar tus hermosos pechos, y devorarlos con los ojos hasta que ya no pueda resistir más y tenga que acariciarlos y besarlos y…
De pronto Paula siguió su consejo y atrapó sus labios con los suyos para imponerle silencio. Su mente se quedó completamente en blanco, como si hubiese perdido la capacidad de razonar y ya solo pudiera sentir. Tomó su rostro entre ambas manos, pero ella se las apartó de inmediato.
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