Paula estaba contando los huevos que necesitaba para hacer el soufflé cuando oyó voces fuera. ¿Voces? Levantó la cabeza y frunció el ceño. Imposible. Pedro no había recibido ni una sola visita desde el día en que había llegado. Abandonó la cocina y siguió las voces hasta la puerta principal, que estaba entreabierta, y a través de la rendija vio a Mac de pie frente a la casa, con Rocky a su lado, mientras charlaba con un desconocido. No parecía incómodo en absoluto, a pesar de sus cicatrices. ¿Podría ser que fuese un viejo amigo? Se fijó en que el hombre llevaba un maletín, como el de un médico. ¿Un médico? De pronto cayó en la cuenta: ¡No era un médico, era un veterinario! ¡Pedro había llamado a un veterinario! Reprimió el impulso de correr a abrazarlo, se alisó la blusa, y salió al porche como si lo que estaba ocurriendo fuese lo más normal del mundo. Tal vez fuese el comienzo, tal vez él estuviese empezando a enfrentarse al temor de que los demás lo rechazasen por su aspecto.
–Me pareció oír voces –dijo bajando los escalones de la entrada.
–Paula, este es Daniel Michener, el veterinario de la zona. Ha venido a hacerle un reconocimiento a Rocky.
–No sabe cómo se lo agradezco –dijo ella estrechándole la mano.
–Tengo entendido que la adoptó y que no sabe nada sobre su historial médico –dijo el hombre.
Paula torció el gesto.
–Sí, bueno, me dijeron que era un macho de siete años, que tenía implantado su microchip correspondiente, que estaba vacunado y esterilizado, pero luego nos hemos dado cuenta de que es hembra, así que ya no me creo nada.
El veterinario se rió.
–Ya. Bueno, vamos a echarle un vistazo.
Pedro hizo las veces de ayudante, calmando a Rocky y convenciéndola para que ayudase al veterinario y se dejase hacer. Paula se estremeció por dentro cuando lo vió acariciar con esa mano grande y fuerte la espalda del animal, mientras le hablaba en un tono suave y tranquilizador. Después de examinarla, el veterinario confirmó que estaba completamente sana.
–Por sus dientes yo diría que tiene unos tres años –les explicó mientras cerraba su maletín–. Tendrá los cachorros dentro de un mes más o menos, y no es su primera camada, así que probablemente será una buena madre.
–¿Y se puede saber cuántos cachorros tendrá? –le preguntó Paula.
–Esta raza de perro suele tener entre cuatro y ocho cachorros por camada.
¡Ocho! Paula no podía creer lo que estaba oyendo. El perro que había adoptado había resultado ser una perra, y cabía la posibilidad de que vinieran en camino ocho cachorros… El veterinario le dió la factura y se despidió de ellos.
–¿No vas a dejar que Rocky se quede conmigo? –le pidió Pedro sin preámbulos cuando se quedaron a solas–. Te prometo que cuidaré de ella, de verdad.
Lo de llamar al veterinario en cierto modo había sido trampa, pero era un primer paso.
–Está bien –claudicó Paula con una sonrisa.
Pedro sonrió también y le quitó la factura de la mano.
–Como ahora es mía, la pagaré yo –dijo–. Pero los cachorros, como acordamos, serán todos para tí –añadió antes de entrar en la casa, con Rocky tras él.
Paula se llevó las manos a la cabeza. ¿Qué iba a hacer con tantos cachorros? Bueno, tal vez Federico querría quedarse con uno cuando se hubiese recuperado de la operación. Se suponía que las mascotas tenían un efecto terapéutico en las personas, ¿No? No, lo que necesitaba Federico era que su hermano lo visitara, pensó con un suspiro.
Mientras examinaba el soufflé de queso que Paula había puesto en la mesa del comedor, la mente de Pedro estaba en otras cosas. Al día siguiente haría ya una semana que Jo estaba allí, y no podía dejar de preguntarse qué iba a decirle a su hermano de él. Cuando alzó la vista hacia ella, Paula se secó las manos en las perneras del pantalón.
–¿Y bien?, ¿Me das el aprobado?
Pedro volvió a centrar su atención en el soufflé.
–A primera vista sí; tiene buen color.
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