Paula sacó la bandeja de macarrones del horno y los miró con ojo crítico brazos en jarras. No habían quedado bonitos, como los de la foto que había visto en Internet. Habían quedado agrietados, deformes y planos. ¡Por amor de Dios!, ¿Cómo podía ser tan difícil hacer aquellos condenados dulces? Se inclinó sobre la mesa para releer en su portátil las instrucciones de la receta que había buscado en Internet, pero no lograba averiguar qué había hecho mal. Apretó los puños. Había pasado una semana preparando las recetas de Pedro, y le habían salido medianamente bien, así que había pensado que estaba lista para probar suerte con los macarrones. Pero a la vista estaba que no, se dijo llena de frustración, mirando de nuevo la bandeja. Preparó té y sacó otro cartón de huevos. Lo intentaría todas las veces que fueran necesarias hasta que le salieran bien. Pedro entró en la cocina en ese momento, releyendo un papel que llevaba en la mano y que Paula supuso que sería la receta para esa noche. ¡Yupi, más cosas que cocinar!, pensó con sarcasmo. Sin embargo, ese pensamiento pasó a un segundo plano cuando sus ojos se posaron en los vaqueros gastados de él y en lo bien que le sentaban. Pedro levantó la vista, se paró en seco al ver la bandeja de macarrones, y se dió la vuelta para irse.
–¡Ni se te ocurra! –le increpó Paula. Pedro se giró y enarcó una ceja–. Siéntate –le ordenó señalándole una silla. Y al ver que no parecía muy por la labor, añadió–: Si es necesario te obligaré a sentarte y te ataré a ella.
Pedro parpadeó, y de pronto sus ojos se oscurecieron y descendieron a sus labios.
–Casi me siento tentado de ver si cumplirías esa amenaza –murmuró acercándose a la mesa.
Paula tragó saliva. La verdad era que a ella también se le antojaba tentadora la idea de obligarlo a sentarse y atarlo a la silla. Tomó la bandeja de macarrones y fue junto a él.
–Échales un vistazo.
Pedro lo hizo y contrajo el rostro, así que Paula dejó la bandeja en la mesa, sirvió una taza de té y la plantó frente a la bandeja, para ver si así conseguía que se sentara.
–¿Te apetece un macarrón para acompañar? –le preguntó con sarcasmo.
Pedro reprimió una sonrisilla, pero continuó de pie.
–No, gracias.
Paula resopló.
–Por favor, Pedro, necesito tu ayuda. ¿No podrías decirme qué he hecho mal? –le suplicó mientras empezaba a cascar huevos, separando las yemas de las claras.
Pedro se sentó finalmente y mientras escudriñaba la bandeja Paula sintió un cosquilleo de nervios en el estómago. Tal vez podría matar dos pájaros de un tiro: Si conseguía que la ayudase, no solo aprendería a hacer aquellos condenados macarrones, sino que quizá también podría lograr vencer la resistencia de él a volver a cocinar.
–Sospecho que no has batido las claras lo suficiente.
Genial, había vuelto a tropezar con la misma piedra.
–O puede que no le hayas echado suficiente azúcar glas. O que la temperatura del horno fuese demasiado alta.
Demasiadas variables. Paula gimió, y le llevó el bol con las claras y la varilla.
–Enséñame cómo debe hacerse –le pidió–. Debe ser que yo no estoy haciéndolo bien.
Pedro se tensó y se echó hacia atrás.
–Paula, sabes que yo no…
–Soy capaz de ponerme de rodillas e implorarte –le insistió Paula–. Además, esto no es cocinar; solo te estoy pidiendo que batas unas claras.
Pedro claudicó y tomó el bol y la varilla.
–¿No sería más fácil con una batidora eléctrica? –le preguntó Paula, mientras observaba su técnica.
Pedro le lanzó una mirada asesina, y Paula levantó las manos diciendo:
–Perdona, perdona… ¿Es alguna manía rara de purista o algo así?
Los ojos de él brillaron con humor.
–No. Y sí, sería más fácil con una batidora eléctrica.
–¿Pero?
–Pero la que tengo aquí no tiene varilla para batir claras.
¡Pues eso tenía arreglo! «Mañana mismo a primera hora iré a comprar una», pensó Paula.
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