martes, 4 de enero de 2022

Curaste Mi Corazón: Capítulo 31

 Paula se cruzó de brazos y entornó los ojos, como si supiese que no estaba siendo sincero.


–Está bien, está bien –la apaciguó levantando las manos–. Si fueras uno de mis aprendices esperaría que te hubiese salido más alto y esponjoso, pero no lo eres. Además, es la primera vez que preparas un soufflé, ¿No?


–Sí.


–Pues entonces desde luego tienes mi aprobado.


Paula se sentó y le indicó con un ademán que hiciera los honores. Pedro aspiró el aroma del soufflé caliente.


–Huele bien.


Les sirvió a los dos, pero ella se quedó esperando a que lo probara.


–¿Y bien? –le preguntó impaciente, cuando hubo tomado un bocado.


De acuerdo, sería sincero con ella.


–Un soufflé bien hecho habría quedado más ligero. Probablemente tendrías que haber batido las claras un poco más. Pero para ser tu primer intento lo has hecho muy bien.


Paula se acercó su plato para probarlo también y se encogió de hombros.


–No acabo de entender la diferencia entre batir, batir a punto de nieve y todas esas tonterías.


No eran tonterías.


–¿Crees que ayudaría que pusiera un glosario definiendo esos términos en el libro?


–Sí, ya lo creo que sí; a mí desde luego me vendría muy bien.


Hecho.


–Y a lo mejor también podrías concretar cuánto tiempo hay que batir las claras.


–Bueno, es que eso depende del tamaño de los huevos, de la temperatura ambiente, de la humedad del aire y otros cuantos factores más.


Paula se quedó mirándolo, como si le estuviese hablando en chino, y los ojos de Pedro se posaron en sus tentadores labios. Ojalá pudiera ignorarlos… Ojalá pudiera olvidar los suaves que eran y el fuego que habían desatado en su interior…


–¿Pedro?


Al oír su nombre, él dió un respingo.


–¿Eh? ¿Qué?


–Te estaba diciendo que a lo mejor también podrías incluir una foto del aspecto que deberían tener unas claras batidas a punto de nieve.


Pedro estaba anotándolo en su libreta cuando se dió cuenta de que Paula se había quedado mirándolo.


–¿Qué? –inquirió, levantando la vista hacia ella.


–¿No quieres saber qué voy a decirle a Federico mañana, cuando hable con él?


Pedro no pudo fingir que no le importaba. Le importaba, y mucho. Tragó saliva y le preguntó:


–¿Qué vas a decirle?


Paula esbozó una sonrisa traviesa.


–Pues voy a decirle que eres uno de los hombres más cabezotas que he conocido. Y que cada cosa que te digo me la rebates. Y que cuando estás trabajando y te interrumpen te pones de muy mal humor. Y que me has robado a mi perra.


Nada relativo al estado de absoluta dejadez en que lo había encontrado. Pedro respiró aliviado.


–Gracias. Ahora mismo te daría un beso.


–Eso… Mejor no se lo diré –bromeó ella.


Los recuerdos del beso que habían compartido asaltaron a Pedro, y supo que Paula también estaba pensando en eso, porque sus pupilas se dilataron como aquel día. «No lo hagas, no la beses otra vez», se ordenó, pero ella tenía entreabiertos los labios y su respiración se había tornado ligeramente entrecortada. Apartó la vista de él y tomó un sorbo de agua, pero, a pesar de la tenue luz, a Pedro no le pasó desapercibido el rubor en sus mejillas. Intentó buscar algo que decir.


–¿De verdad te molesta que me quede con Rocky?


–Me da rabia que te prefiera a ti –admitió Paula mientras seguían comiendo–, pero estoy muy ilusionada con lo de los cachorros –se quedó callada un momento–. ¿Puedo hacerte una pregunta?


–Solo si me dejas que a cambio te haga una yo también.


–Hecho.


Pedro se tensó un poco, porque estaba seguro de que la de Paula no iba a ser una pregunta fácil. Pero bueno, tampoco lo era la que él quería hacerle.


–Dispara.


–¿Por qué te niegas a visitar a Federico?


Debería haber imaginado que le preguntaría eso, pensó pasándose una mano por la cara.


–Le prometí a la señora Devlin que me mantendría al margen, alejado de los medios hasta que a Adrián no le diesen el alta, y los reporteros me perseguirían como una jauría de perros a una presa si fuera a Sídney y lo descubrieran. 

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