–¿A tí te parece juicioso ponerte tacones siendo tan alta, Paula? –le espetó su tía abuela.
–Betty, no seas tan anticuada –le recriminó su abuela–. Nuestra Paula va a la moda, eso es todo.
Las demás mujeres intervinieron también para dar su opinión.
–Pues yo creo que el vestido y los zapatos de Paula son perfectos –dijo Pedro mientras les servía el primer plato: Mejillones con salsa de ajo.
Las hermanas lo miraron con suspicacia, y Paula se llevó una mano a los labios para ocultar una sonrisa divertida. Por suerte la delicia que Pedro les había preparado entretuvo a toda la mesa durante los próximos minutos, pero más tarde, cuando estaba retirándoles los platos, su tía abuela volvió a la carga.
–Pau, de verdad creo que deberías reconsiderar eso de cambiar el rumbo de tu carrera.
–¡Deja tranquila a la niña, Betty! –la reprendió de nuevo su abuela–. Si es lo que ella quiere y la hace feliz, que haga lo que quiera.
–Sí, pero… ¡Por todos los santos, Lucrecia! ¿Ir de aquí para allá en una ambulancia, atendiendo urgencias? Cualquiera puede hacer eso con un cursillo de formación. Nuestra Pau vale más que eso.
–Su Pau es sencillamente la mejor –intervino Pedro, sirviendo de segundo un suculento cordero.
–Además, trabajará como una esclava, a las órdenes de alguien, cuando podría ser ella quien las diese –replicó su tía abuela, como si no lo hubiese oído.
Su abuela sacudió la cabeza.
–Es decisión suya.
–Pues a mí no me importaría ser su esclavo –intervino Pedro de nuevo.
Paula casi se tragó la lengua.
–¿Pero quién es este joven? –repitió su tía indignada.
–Es Pedro –le respondió Paula, como si con esa explicación bastase.
–Es un admirador de Paula –dijo su abuela.
–Si Pau tuviera lo que hace falta para cazar a un hombre, lo habría hecho hace años –comentó con desdén su tía abuela.
–¡Ja! Pau tiene la cabeza sobre los hombros –le espetó su abuela–. Y la vida es mucho más fácil cuando una no tiene que andar bailándole el agua a un hombre. Aunque tú de eso, que nunca has estado casada, no puedes saber nada.
Paula contrajo el rostro.
–Si Paula se casara conmigo, me consideraría un hombre muy afortunado – intervino Mac.
A Paula el estómago le dio un vuelco. ¿Pero a qué estaba jugando?, se preguntó, apretando los cubiertos en sus manos.
–Bueno, si te casaras con él podríamos comer así de bien todos los días –dijo una de las aliadas de su abuela.
Siguieron cenando, disfrutando de la magnífica cocina de Pedro, hasta que su tía abuela Beatríz apartó su plato y dijo:
–Señoras: No se olviden de dejar sitio para el postre. Porque tengo entendido que hay postre, ¿No, Pau? –dijo con retintín lanzándole a esta una sonrisa burlona.
–Pues claro –contestó Paula.
–Ah, bien. Pero… ¿Será el postre que nos prometiste? –inquirió su tía abuela cruzándose de brazos–. Porque lo que quiero saber –añadió mirando a su abuela–, es si ha conseguido hacer lo que nos dijo que haría. ¿Ha hecho o no ha hecho la pirámide de macarrones?
Su abuela sonrió de un modo benevolente.
–¿Dónde está lo que nos jugamos?
Paula puso los ojos en blanco cuando su tía abuela puso en el centro de la mesa el collar de perlas que se disputaban.
Pedro recogió los platos.
–Paula, ¿Quieres traer el postre mientras yo sirvo el vino que he elegido para acompañarlo? –le dijo.
-De acuerdo.
Paula inspiró, se levantó, y fue a la cocina. Una vez allí, con muchísimo cuidado, sacó una de las pirámides de la despensa, y la llevó al comedor. Al verla, todas las mujeres prorrumpieron en murmullos de admiración. Colocó la pirámide delante de su abuela, y respiró aliviada. Misión cumplida.
–Feliz cumpleaños, abuela; te quiero –dijo, y la besó en la mejilla.
Todos le cantaron cumpleaños feliz, pero se dió cuenta de que, aunque a su tía abuela Beatríz era a quien más se oía, no hacía más que mirar la pirámide, como si no acabara de creerse que la hubiera hecho ella, y vió en sus ojos un cierto anhelo. Cuando acabaron de cantarle a su abuela, fue a la cocina por la otra pirámide, regresó al comedor con ella y la colocó frente a su tía abuela.
–Esta la he hecho para tí, tía Betty, porque a tí también te quiero.
–Pero… –balbuceó su abuela–… No es el cumpleaños de Betty.
–Es verdad, pero las dos se merecen cosas bonitas como esta porque para mí son las mujeres más maravillosas del mundo, y porque es gracias a ustedes que he llegado a ser quien soy.
Las dos se quedaron mirándola, pero no dijeron nada.
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