—No —dijo ella en un tono profundo, como si acabara de levantarse.
Él se permitió esbozar una sonrisa de satisfacción, pero no le duró mucho. Él tampoco era inmune a su influencia y el deseo podía convertirse en un arma de doble filo en cualquier momento. Unos diez minutos más tarde ya estaban entrando en el vestíbulo del edificio de departamentos. Al llegar al último piso, Pedro sacó la llave electrónica y abrió la doble puerta, también decorada con el escudo de la familia. Aquellas palabras poderosas parecían resplandecer. Honor, verdad y amor. Él siempre se había guiado por aquellos preceptos. Por supuesto que sí. ¿Cómo hubiera podido hacer lo contrario y mantener la cabeza alta? De repente una voz interior le hizo una pregunta. ¿Y la mentira en la que había vivido con Valeria? ¿Podía jurar que había sido sincero con ella? Pedro soltó el aliento. Aquellos pensamientos lo ofuscaban y no tenía tiempo para la introspección en ese momento.
—¿Todo va bien? —le preguntó Paula de repente.
—Claro —dijo Pedro, estrechándola entre sus brazos.
Ella encajaba en él como si llevara años a su lado, y no unos días. Se abandonaba en sus brazos sin reservas ni tensiones. Sentirla contra sí mismo era lo más natural del mundo. Su corazón latía más deprisa y su temperatura subía por momentos. La fragancia de su cabello y el aroma de su perfume tejían un hechizo a su alrededor, nublándole los sentidos. Aunque físicamente fueran idénticas, Valeria nunca había ejercido semejante influencia sobre él. Había algo más en Paula que le llegaba muy adentro. Le levantó la barbilla con la punta de un dedo y la besó en los labios un instante, apartándola de inmediato. Tenía que poner algo de distancia si no quería perder la cabeza.
—¿Has cocinado tú? —preguntó ella, siguiéndole hacia la cocina.
—Soy capaz de ello, ¿Sabes? —dijo él, riéndose y levantando la tapa de una olla que tenía sobre la encimera. Enseguida el rico aroma del cordero con especias que había preparado esa mañana antes de irse al trabajo inundó la estancia.
—Eso huele de maravilla —dijo ella, acercándose y respirando profundamente—. No pensaba que volvería a tener hambre hasta mañana después de las tapas, pero me equivoqué.
—Me alegra oír eso —dijo él, dándole una vuelta a la carne antes de volver a taparla—. Haré el arroz y podremos comer en unos veinte minutos.
—¿Puedo hacer algo para ayudar? ¿Poner la mesa o algo?
—Mejor comemos en la terraza. La bahía está preciosa en esta época del año y cuando el sol se pone totalmente, es todo un espectáculo de luces. Los manteles y los cubiertos están en ese cajón de ahí —le dijo, señalando con la mano—. ¿Quieres una copa mientras esperamos por el arroz?
—Agua. Si tomo más vino, se me subirá a la cabeza.
—Y eso sería muy malo.
Ella se rió un momento y entonces salió a la terraza a poner la mesa. El amplio balcón no tenía muro, sino una pared de cristal grueso que ofrecía una espectacular vista de la ciudad.
—Vaya. La vista es impresionante —dijo Paula al volver a entrar—. Qué bien que no me dan miedo las alturas, con todos esos cristales.
—Hay gente a la que no le gusta. ¿Seguro que quieres que comamos fuera?
—Oh, claro que sí. No me perdería la puesta de sol por nada en el mundo — dijo ella con entusiasmo.
De repente el teléfono fijo comenzó a sonar. Pedro fue a contestar.
—¡Hola! —dijo y entonces frunció el ceño—. Sí, entiendo —hizo otra pausa—. Bueno, claro que nos las arreglaremos. Asegúrate de que no le falte de nada. Si hay algo que pueda hacer, no dudes en pedírmelo. Cualquier cosa, ¿De acuerdo? Adiós — colgó y entonces se frotó los ojos.
—¿Marcos está bien? ¿Pasa algo?
—No —dijo él, suspirando—. No se trata de Marcos. Gracias a Dios. Pero es algo serio. Mi asistente personal tiene un embarazo ectópico, así que está a punto de entrar en quirófano para ser operada de emergencia. Era su marido. El hombre está muy preocupado. Parece que justo antes de entrar en el quirófano ella le pidió que me llamara para avisarme de que mañana no iba a venir a trabajar —dijo él, sacudiendo la cabeza con gesto de sorpresa.
—Parece que se toma su trabajo muy en serio.
—Sí. Así es. Es mi mano derecha en la oficina. No habría podido pasar tanto tiempo en el hospital con Marcos si ella no se hubiera hecho cargo de todo.
—Debes de estar preocupado por ella.
—Sí, pero sé que los médicos de ese hospital son de los mejores. Sé que harán lo que haga falta. No obstante, me temo que se preocupará más de la cuenta por lo de faltar en un momento tan decisivo.
—¿Por qué?
—Nuestra empresa está trabajando en una nueva campaña de publicidad para el complejo turístico y para las bodegas. Ahora tendremos que correr más para sacar adelante el trabajo —dijo él, encogiéndose de hombros y abriendo la nevera. Sacó vegetales para preparar una ensalada.
—Sin embargo, no hay nada que yo pueda hacer para remediarlo. Tendremos que apañárnoslas como podamos. Carmen tendrá que conformarse con saber que todo va bien.
—¿No tienes una agencia de empleo que te envíe a alguien para cubrir un puesto de menor importancia? Así podrías cubrir su vacante con alguien de confianza que ya trabaje en la empresa, de forma temporal.
—Es una buena idea, pero ya estamos cortos de personal, por ser verano.
—A lo mejor yo podría ayudarte.
Él soltó una carcajada.
—¿Tú? En mi oficina no hay caballos y mis empleados solo corren cuando yo se lo pido.
—Los caballos no son lo único que se me da bien —dijo ella, levantando la barbilla—. Yo he llevado… Quiero decir que he ayudado a mi hermana un par de veces cuando está hasta arriba de trabajo. A veces no le viene mal un poco de ayuda.
Pedro se dió cuenta de que había estado a punto de revelarle su verdadera identidad, pero decidió seguirle la corriente. Mientras cortaba la lechuga, fingió considerar su ofrecimiento unos segundos. Aquello no podía formar parte del plan porque era imposible que supiera lo de Carmen con antelación. Además, quizá no fuera una mala idea. No podría seguir con aquella farsa las veinticuatro horas del día y probablemente acabaría delatándose a sí misma.
—¿De verdad crees que puedes hacerlo?
—Me aburro mucho en casa, Pedro. Dame una oportunidad. Si lo hago mal, puedes echarme —dijo, encogiéndose de hombros.
Él asintió lentamente.
—Muy bien. Empiezas mañana. Serás mi asistente de forma temporal. Pero tengo que advertirte que soy un jefe de lo más duro.
—Muy bien —dijo ella—. Me gustan los desafíos.
Pedro sonrió para sí. No sería un desafío, sino una prueba de honestidad y verdad. La pondría a prueba… a su manera.
Ay Pau se está enredando con sus mentiras!!!
ResponderEliminar