jueves, 12 de septiembre de 2019

La Impostora: Capítulo 4

El yeso color ocre de las paredes, desgarrado aquí y allí, dejaba ver los viejos ladrillos que se escondían debajo. El techo de tejas naranja ofrecía un curioso contraste digno de la mejor acuarela. A lo lejos se oía un teléfono. El estridente sonido se detuvo unos segundos y entonces comenzó a sonar de nuevo. Paula buscó en el bolso y sacó la llave del sobre que le había dado su hermana. La pieza encajaba perfectamente en el cierre y la puerta se abrió suavemente. El teléfono, curiosamente, dejó de sonar una vez más cuando ella cruzó el umbral. Buscó el dormitorio, dejó allí la maleta y fue a darse una ducha rápida. Lo único que ocupaba su mente en ese momento era decírselo todo al prometido de Valeria. Sin duda él no podría tomárselo muy mal. Después de todo apenas se conocían y se habían comprometido en un tiempo récord.

Tras una merecida ducha, Paula agarró lo primero que pudo sacar de la maleta, se vistió a toda prisa y se dirigió hacia la sala de estar, donde debía de haber un teléfono. Diez minutos más tarde había encontrado exactamente lo que necesitaba. Gracias a la facilidad para los idiomas de los habitantes de Isla Sagrado y a la diligencia de la operadora, obtuvo la información que necesitaba con rapidez. Después hizo otra llamada y pidió un taxi. Cuando llegó por fin a la ciudad costera de Puerto Seguro, estaba hecha un manojo de nervios. ¿Cómo iba a decirle a un completo desconocido que su prometida se había escapado a Francia? Se alisó el vestido con manos temblorosas y se tocó el moño. Lo había fijado con un par de horquillas de piedras color topacio que había encontrado tiradas en una estantería del cuarto de baño; muy típico de Valeria. Al entrar en el edificio que albergaba las oficinas de Pedro Alfonso, miró el directorio y entró en uno de los ascensores. Cuando el aparato empezó a ascender, el estómago le dió un vuelco. No podía dejar de repasar las palabras que le iba a decir una y otra vez. Al salir del ascensor se encontró con un amplio corredor desierto. Un agradable hilo musical brotaba de los altavoces discretamente situados en el techo. Justo al final del pasillo había una enorme puerta de madera con el escudo de la familia Alfonso grabado sobre la superficie.

Paula dio un paso adelante y deslizó las puntas de los dedos sobre la madera tallada. El escudo se componía de tres partes; una espada, una especie de pergamino y un corazón. Abajo había una breve inscripción: Honor. Verdad. Amor. Tragó en seco. Si el hombre al que estaba a punto de ver se regía por el centenario código de honor de su familia, entonces definitivamente estaba haciendo lo correcto. Decirle la verdad era lo único que podía hacer. Justo en el momento en que iba a llamar a la puerta, ésta se abrió bruscamente y se topó con un hombre, vestido con un elegante traje sastre color gris. Unas enormes manos cálidas la agarraron de los codos con firmeza, ayudándola a mantener el equilibrio. La joven esbozó una sonrisa y, al levantar la vista, se encontró con un rostro absolutamente perfecto. El corazón se le aceleró de inmediato. Una frente ancha y bronceada, cejas tupidas y oscuras, ojos color miel, pestañas copiosas y largas, una nariz recta y unos labios tan perfectos que parecían dibujados.

—Gracias a Dios que estás aquí —dijo el desconocido, esbozando una sonrisa.

Parecía aliviado.

—Señor Alfonso. Su hermano dice que se reunirá con usted en el hospital — dijo la recepcionista desde detrás de su escritorio.

 Paula no tardó en comprender las palabras de la mujer. ¿Señor Alfonso? Aquel hombre, que parecía sacado de la portada de una revista, era Pedro Alfonso, el prometido de su hermana.

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