jueves, 26 de septiembre de 2019

La Impostora: Capítulo 17

—Parece que será divertido —le dijo con una sonrisa de oreja a oreja, deseando que llegara el momento.

Y llegó pronto. A pesar de la hora, la pista estaba abarrotada y Pedro resultó ser un buen bailarín. Se movía con soltura y la hacía girar vertiginosamente. Bailaron hasta cansarse y entonces fueron a buscar una mesa. Cuando por fin se sentaron frente a la bahía, Paula se sentía mucho más relajada.

—Uff, ha sido genial. Gracias por traerme aquí —dijo ella, conteniendo la respiración antes de beber un sorbo del agua con hielo que acababan de servirles.

—De nada. Se supone que íbamos a venir la noche antes de que te fueras a Francia. Pasaste días suplicándome que viniéramos.

—Ah, sí. Es verdad —dijo Paula, intentando seguirle.

—¿Quieres echarle un vistazo al menú de tapas o prefieres que elija yo?

—Oh, adelante. Sorpréndeme —dijo ella, gesticulando.

Pedro le hizo señas al camarero.

—¿También quiere vino con el menú, señor? —le preguntó el camarero cortésmente.

—Valeria, ¿Quieres vino o prefieres seguir con el agua?

Paula tuvo la extraña impresión de que él deseaba que dijera que no, pero eso no tenía mucho sentido. A su hermana Valeria siempre le habían encantado los espumosos caros y de buena calidad.

—Oh, vino, por favor. ¿Tienen cava catalán?

Aunque ella hubiera deseado un buen vino tinto, tenía que ceñirse a los gustos de su hermana. Pedro arqueó una ceja y pidió el vino espumoso. El camarero tomó nota y los dejó con un leve movimiento de cabeza.

—Ya empezaba a preocuparme. Llevabas más de dos semanas sin probar el vino.

—¿Yo? Oh, no. Estoy perfectamente —dijo Paula, intentando mantener la sonrisa.

¿Valeria había dejado de beber vino? Eso no era propio de ella. A lo mejor él tenía razón. En el aeropuerto, no tenía muy buen color.

—Ibas a contarme lo de la maldición —dijo Paula, cambiando de tema.

—Ah, sí. La maldición —Pedro suspiró, se relajó en la silla y fijó la mirada en la lejanía—. Como te dije antes, no fue precisamente uno de los mejores momentos de nuestra familia. De hecho, la mayoría de nosotros preferiría olvidarse de todo el asunto, pero, por alguna extraña razón, el abuelo está obsesionado con el tema. A ver si lo entiendes y nos ayudas a quitarle esa idea peregrina de la cabeza.

—¿Tan malo es? —preguntó Paula, apoyando los codos en la mesa.

—Peor —dijo Pedro—. Bueno, ¿Por dónde empiezo?

—¿Qué tal por el principio? —dijo ella—. ¿Quién creó la maldición y por qué?

—Eso es fácil. Hace trescientos años, uno de mis ancestros contrató a una institutriz para sus tres hijas. Ésa es la vieja historia, supongo. Su esposa estaba muy enferma y se pasaba el día encerrada en la habitación. La institutriz, en cambio, era joven y bella. El barón era un hombre atractivo y viril, un rasgo típico de los hombres Alfonso  —añadió en un tono bromista.

Paula esbozó una media sonrisa y puso los ojos en blanco un instante.

—Y también debía de ser modesto, otro rasgo típico de los Alfonso, ¿No?

—Oh, claro. Por supuesto —Pedro sonrió abiertamente—. Bueno, para no alargarlo demasiado, con los años el barón tuvo tres hijos varones con la institutriz, y tres hijas más con su esposa. Él estaba decidido a reconocer a sus herederos varones, los hijos que había tenido con la institutriz, así que obligó a su esposa a reconocerlos como suyos, y cambió a los hijos de la institutriz por las niñas que había tenido con su esposa. Como muestra de su amor y agradecimiento por los tres hijos varones que le había dado, acomodó a la institutriz en la casa de campo donde vives ahora y le regaló un collar con un enorme rubí conocido como «la verdad del corazón».

—Oh —exclamó Paula, comprendiendo lo que significaba aquello.

—Era una joya de la familia.

—Entonces debió de quererla mucho.

—Bueno, no sé si era así. Por lo visto, el collar, o la piedra en sí, representaba la fuerza y la prosperidad de la familia. Era un regalo que se les daba a todas las novias con las que se comprometían los herederos Alfonso. El motivo por el que se la dió a su amante, nadie lo sabe.

—¿Pero por qué dudas de que la quisiera? Darle el collar debería ser la prueba de su amor.

—Eso es lo más lógico. Sin embargo, cuando los chicos eran adolescentes, la esposa del barón murió y él se volvió a casar por conveniencia con una francesa de buena familia. Algunos dicen que fue por intereses económicos y políticos, pero en realidad no necesitaba aumentar la fortuna de la familia. Por aquel entonces ya era el hombre más rico de Isla Sagrado, y uno de los más ricos de toda España y Francia.

—¿Se casó con otra? —dijo Paula, asombrada—. ¿Después de que ella lo esperara durante tanto tiempo?

—Ah, ya veo que eres toda una romántica en el fondo. ¿Crees que el Barón Alfonso se hubiera casado con la institutriz de sus hijas?

—¡Bueno, por supuesto que debería haberlo hecho!

Pedro sacudió la cabeza suavemente.

—Entonces las cosas no eran así. Una plebeya no podía casarse con alguien de un estrato superior.

—Eso es asqueroso —dijo Paula, bebiendo un poco del cava que le habían servido mientras Pedro contaba la historia—. Se lo debía.

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