A las cuatro de la tarde, Paula se subía por las paredes. El día había sido interminable y en aquella casa aislada había muy poco que hacer para entretenerse. Al final se había dedicado a quitar las malas hierbas del jardín y por lo menos podía decir que había hecho algo útil a lo largo del día. Alrededor de las cinco, después de darse una buena ducha, terminó pendiente del reloj, escuchando con atención en busca del ruido de un coche. Y un cuarto de hora más tarde, oyó por fin el motor del flamante deportivo de Pedro. Se alisó el vestido por última vez, agarró el bolso de fiesta y salió a recibirlo.
—Debes de haber estado muy ocupada hoy —dijo él, contemplando el jardín.
Paula se encogió de hombros.
—Tenía que hacer algo para no volverme loca. No estoy acostumbrada a no hacer nada.
—Yo pensaba que ése era el objetivo de unas vacaciones, sobre todo en una isla del Mediterráneo —dijo él, levantando una ceja.
Paula sintió un escalofrío. Valeria nunca se hubiera puesto a trabajar en el jardín.
—Bueno, ya me conoces —le dijo a Pedro, forzando una sonrisa y cruzando los dedos con disimulo—. Cuando algo se me mete en la cabeza, tengo que hacerlo a toda costa.
Pedro soltó una pequeña carcajada.
—Es cierto. Ven aquí. Deja que te vea bien. Nunca te he visto llevar ese color. Te queda muy bien, sobre todo con el bronceado que ha adquirido tu piel —tomó una de las manos de Paula y tiró de ella con suavidad.
—El otro traje tenía una mancha, así que tuve que improvisar —dijo Paula, esquivando su mirada y haciendo todo lo posible para no sonrojarse.
—Me alegro —dijo él, mirándola intensamente—. Me gusta más éste. El color… te sienta mejor.
Paula sintió un cosquilleo a lo largo de la espalda. ¿Había hecho lo correcto eligiendo un vestido que podía delatarla en cualquier momento? Ya no estaba tan segura.
Pedro la agarró de la mano y echó a andar. Ella subió al coche y entonces lo miró de reojo. Llevaba unos pantalones negros que se le ceñían en los muslos y el fino tejido revelaba unos músculos firmes que se movían con destreza con cada cambio de marchas. Consciente del rubor que empezaba a acumulársele en las mejillas, Paula apartó la vista y se dedicó a mirar por la ventanilla. Trató de recrear la imagen de David en el recuerdo. Sus ojos azules y su piel clara no tenían nada que ver con los rasgos esculpidos y ojos color miel de Pedro Alfonso; tres semanas desde la última cena que había compartido con él. No hubiera podido imaginarse a Pedro en la misma situación; él jamás hubiera convertido una relación de cinco años en una anécdota mientras intentaba explicarle las razones por las que había tenido una aventura en el último momento. No. Pedro era completamente diferente. Se atrevió a mirarle de reojo y entonces él se la devolvió un instante con una media sonrisa. La joven se estremeció. Se dió cuenta de que pensar en David ya no le hacía daño y que, a pesar de todo lo que había sufrido, él había hecho lo correcto rompiendo el compromiso.
—Estás muy callada hoy. ¿Ocurre algo? —le preguntó Pedro de repente, interrumpiendo sus pensamientos.
—Solo estaba pensando. Nada importante.
—Pronto llegaremos a la costa. Podemos dejar el coche en mi casa e ir hasta allí andando para tomar algo antes de cenar.
—Me encantaría.
—Y a mí —dijo él, guiñándole un ojo.
Paula volvió a sentir el temblor que la había sacudido un rato antes.
—No sé si estos zapatos me dejarán llegar muy lejos. Espero que no haya que andar mucho.
Pedro le miró los pies fugazmente y entonces soltó una carcajada.
—No te preocupes. Yo estaré allí para llevarte si es necesario.
Al imaginarse rodeada por aquellos brazos fuertes, sujetándola con firmeza, Paula se dió cuenta de que aquello era demasiado. El nudo que tenía en la garganta le impidió reírse con naturalidad.
—No creo lleguemos a eso —le dijo, casi sin aliento.
—Qué pena —le dijo Pedro.
—¿Te importa si te pregunto algo? —dijo ella, en un intento por cambiar de tema.
—Claro. ¿De qué se trata?
—Esa maldición de la que habla tu abuelo. ¿De qué se trata?
—Ah, sí. No fue precisamente uno de los mejores momentos de la familia Alfonso—dijo él, en un tono enigmático—. Mejor te lo explico luego, cuando nos tomemos algo, y después de haber bailado.
—¿Bailar?
—¿No te lo he dicho? El restaurante está construido sobre el agua y la pista de baile es una de las más conocidas en Puerto Seguro.
Paula sintió un gran alivio. A ella le encantaba bailar, pero como a David no le hacía mucha gracia, había tenido que renunciar a ello durante su relación con él. La sola idea de bailar esa noche la hacía sentir mariposas en el estómago.
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