martes, 17 de septiembre de 2019

La Impostora: Capítulo 7

—¿Cirujanos? —Pedro sintió un profundo dolor en el pecho, aún más intenso que el que había sentido cuando Federico lo había llamado para darle la noticia. Su hermano estaba en una mesa de operaciones, luchando entre la vida y la muerte.

—¿Han dicho cuánto tiempo estará dentro?

—No —dijo Federico—. Podrían ser varias horas.

—A lo mejor si Valeria lo acompaña… —Pedro se volvió hacia Paula—. A lo mejor así el abuelo accede a volver a casa. Javier puede llevarlos a los dos y llevar a Valeria a su casa después.

—Es buena idea, pero… —dijo Federico, agarrando a su esposa de la cintura—. ¿Estás seguro de que no necesitas que ella se quede?

¿Necesitarla? Pedro tardó unos segundos en comprender lo que su hermano quería decirle. En circunstancias normales, si se hubiera tratado de una pareja corriente, él habría querido que su prometida lo acompañara en un momento tan difícil, pero no sabía si ella estaba dispuesta a seguir con el juego en esa situación. Unas de las primeras veces que habían salido juntos, ella se había desmayado en la playa a causa de un golpe de calor y casi había salido corriendo al ver la caseta de emergencias. Sin duda un hospital debía de ser el último lugar del mundo en el que quería estar. Además, la naturaleza de su relación no le permitía esperar nada más de ella. No tenía derecho a reclamar su apoyo moral en un momento como ése. Rápidamente Pedro recobró el control de sus extraviados pensamientos.

—A lo mejor más tarde. Está cansada. Acaba de regresar de Perpignan. Ni siquiera le dí tiempo a llegar a casa. Se lo diré cuando Javier nos traiga el café.

Después de obrar un pequeño milagro, Javier volvió a la sala de espera con diversos vasos de plástico llenos de buen café.

—Ah, gracias a Dios. Por fin, un buen café —el abuelo suspiró y bebió un sorbo generoso.

—Pensé que por una vez no le haría daño —dijo Javier, dirigiéndose a los hermanos—. El café que le dan en la residencia…

—Muy bien, Javier —dijo Pedro, observando a Valeria con su café.

Acababa de quitarle la tapa y, según podía ver, era café con leche. Pedro se sorprendió un poco. Valeria siempre solía tomar el café solo. Sin embargo, llevaba más de dos semanas sin probar ni un sorbo. Le había dicho que tanta cafeína no era buena para la salud o algo así. La observó un rato mientras se bebía el café. Los músculos de su delicado cuello se movían con cada sorbo bajo su piel clara y aterciopelada. De repente, sintió un poderoso erotismo que lo hizo perder el control durante un instante fugaz. Hasta ese momento su relación había sido más bien platónica. Se habían besado unas cuantas veces, pero en ningún momento se había obsesionado con tenerla en su cama. Lo pasaban bien juntos, pero las cosas nunca iban más allá, y así era exactamente como él lo quería. Nada serio, ni tampoco profundo… Muy pronto podría terminar con aquella farsa de compromiso y así los dos seguirían sus respectivos caminos sin nada de qué arrepentirse. De pronto ella levantó la vista y, al verle mirarla así, sus pupilas se dilataron y la mano que sostenía el vaso de café le empezó a temblar un poco. Rápidamente dejó el vaso sobre la mesa y se humedeció los labios. Y entonces Pedro volvió a la realidad. Estaba en la sala de espera de un hospital y su hermano se debatía entre la vida y la muerte.

—Querida, pareces cansada. A lo mejor deberías volver a casa. Te llamaré cuando… cuando tengamos alguna noticia.

Antes de que ella pudiera contestar, él se volvió hacia el abuelo.

—¿La llevas a casa por mí, abuelo? Te prometo que te tendré informado, pero ahora preferiría que me hicieras el favor de llevar a casa a Valeria. Es evidente que está exhausta y necesita descansar —miró a Valeria y ella le devolvió la mirada, comprendiéndolo todo.

—¿No le importa? —dijo ella, volviéndose hacia el anciano—. Siempre me siento mejor si alguien me acompaña a casa, y realmente estoy muy cansada — añadió, agarrándole la mano.

El abuelo se puso en pie lentamente, haciendo un gran esfuerzo, pero rechazando la mano que Pedro le ofrecía.

—Todavía no soy un inválido —se puso erguido y miró a su nieto Pedro a los ojos—. En cuanto sepas algo me llamas.

—Sí, abuelo. Lo prometo.

Pedro se volvió hacia Valeria y le agarró la mano.

—Vete a casa. Descansa. Te llamaré en cuanto sepa algo.

—Volveré por la mañana —prometió ella, poniéndose de puntillas y dándole un beso en la mejilla.

Solo fue un mero roce, pero Pedro sintió una descarga que lo recorrió de pies a cabeza. Cuando ella se marchó en compañía de Javier y el abuelo, se llevó la mano al lugar exacto donde ella lo había besado.

—Ya veo que estás loco por ella, hermano. Si no lo hubiera visto con mis propios ojos, no me lo habría creído. Cuando anunciaste lo del compromiso no parecías ir muy en serio con ella. Me alegro de que fuera una broma en realidad — dijo Federico de repente, rompiendo el hechizo que aquel beso había tejido a su alrededor.

Pedro no supo qué decir. Había besado a Valeria muchas veces, pero nada más. El compromiso no era más que una cortina de humo; una estratagema para tranquilizar al abuelo. A lo mejor era por la situación tan extrema en la que se encontraban, a causa del accidente de Marcos; algún viejo instinto que lo instaba a sobrevivir a toda costa… Pero, fuera como fuera, en ese momento deseaba mucho más de ella que un simple beso.

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