Mucho después, cuando sus pechos se agitaron por falta de oxígeno y la languidez de ella le indicó que estaba lista para que la tomara, recordó su resolución de seducirla. Le desabrochó el sujetador y se lo quitó. Tomó uno de sus senos en la mano. Su tamaño era perfecto para ésta. Ella suspiró cuando le besó y lamió el pezón, y gritó cuando se lo mordisqueó. Le agarró la cabeza con fuerza mientras él pasaba de un seno al otro. Él la empujó ligeramente y cayó en la cama. Antes de que pudiera protestar, ya estaba entre sus rodillas, con los hombros debajo de sus muslos. Su deseo era una fuerza imparable. Comenzó a acariciarle el centro de su feminidad y le apartó las manos, que trataban de detenerle. Luego siguió haciéndolo lentamente hasta que el cuerpo de ella se arqueó buscando su mano. Se sintió aliviado al ver que el deseo de ella era tan potente como el suyo propio. Se sintió atrapado simplemente viendo y oyendo a Paula responder a sus caricias. Nunca le había afectado el placer de una amante de modo tan profundo. Quería darle más aunque todo su ser reclamaba su propia satisfacción.
—¡Pedro! —su protesta desapareció cuando él comenzó a lamerla y a saborear su fuerte sabor salado.
Era adictivo, al igual que el delicado temblor de sus piernas, con las que lo rodeaba. No necesitó mucho tiempo para llevarla al límite y se deleitó en su respiración jadeante, la sensación de su cuerpo curvándose hacia arriba, los estremecimientos que la recorrían de arriba abajo. Sonrió satisfecho, a pesar de que seguía reprimiendo su desesperada necesidad de liberarse. Tenía que demostrarle a Paula que en aquel momento comenzaba su vida en común y que era más importante que el pasado al que ella se aferraba y que él no recordaba. Quería agradarle, satisfacerla hasta que fuera totalmente suya, hasta que no deseara nada más. Lo que tenían era más que suficiente. Y Paula estaría sin duda de acuerdo después de volver a alcanzar el clímax. Se inclinó sobre ella para mirarla a los ojos, que le brillaban como una noche estrellada. Entonces, sólo cuando ella hubo terminado, la penetró con delicadeza. Tembló por el profundo placer de estar dentro de ella. Ella lo atrajo hacia sí y lo abrazó. Y él se perdió en el éxtasis de ser uno con su esposa. Aunque pareciera imposible, fue tan delicioso como la vez anterior. Mejor. No lo entendía, pero dejó de pensar cuando ella lo rodeó con las piernas y le demostró cuánto lo deseaba. Siglos después, los latidos del corazón de Pedro disminuyeron, y él se sintió lo suficientemente recuperado como para separarse de Paula y ponérsela encima. Sólo entonces comenzó a funcionarle el cerebro. A pesar del placer increíble que habían compartido, sus pensamientos le inquietaban, sobre todo la sorprendente idea de que el sexo con ella le producía un placer que no era simplemente físico, sino más profundo.
-¡Papá! ¡Papá! —los gritos de placer de Nicolás resonaron en la piscina cubierta de la mansión.
Paula alzó la vista del periódico y vió que Pedro salía del agua como un dios marino, todo músculo y virilidad. Desde la noche de su boda habían dormido juntos, ya que le había sido imposible resistirse. Había vuelto a conocer el olor, el gusto y el tacto de su espléndido cuerpo, a descubrir la pasión y el placer que le producía. Sin embargo, conocer su cuerpo no disminuía la intensidad de sus reacciones. El mero hecho de verlo en bañador le aceleraba el pulso. Pedro lanzó a Nicolás hacia arriba y lo recogió al caer. El niño chillaba de alegría. Su hijo. Su marido. La emoción le hizo un nudo en la garganta. Los dos estaban desarrollando la clase de relación con la que ella siempre había soñado. Al principio, Pedro anduvo con cautela, casi con desconfianza, como si tratar a un niño pequeño equivaliera a relacionarse con un extraterrestre. Pero, poco a poco, se había ido acostumbrando a él y había surgido la camaradería entre ellos, una relación basada en mucho más que el deber. Al principio, ella había temido que, aunque él se hubiera mantenido inflexible en que quería que su hijo estuviera con él, hasta el punto de casarse con ella, fuera la clase de padre que ella había padecido, el que se ocupaba de las necesidades de su hijo, pero nunca se relacionaba con él, el que considera la paternidad una obligación, sobre todo cuando el hijo resulta ser muy distinto de él y de sus hermanos.
—¡Papá! —la voz de Nicolás se hizo más aguda al pedirle a su padre que lo volviera a lanzar.
Paula sabía que ese tono era una señal inequívoca de que Nicolás estaba cansado y sobrexcitado y que, si continuaba jugando, acabaría llorando. Iba a prevenir a Pedro, pero éste se le adelantó. Puso al niño en el agua y le fue mostrando los seres marinos que había en el mural de una de las paredes. Al cabo de unos segundos de lloriquear, el niño se interesó y trató de repetir las palabras que le decía su padre. Se relajó. Pedro comprendía a su hijo. Tenía una disposición innata para ser padre. Le gustaba estar con Nicolás. ¿Qué otra razón podía haber para que pasara tanto tiempo en la casa en vez de estar en su despacho? Aunque seguía trabajando mucho, su horario laboral se había hecho más flexible. Aquel día había llegado a media tarde, a una hora en que ella y Nicolás siempre estaban en la piscina, y llevaba media hora jugando en el agua con él. Había hecho lo correcto: Nicolás y Pedro estaban desarrollando una relación basada en el respeto y el amor, algo que sería para siempre y que ella siempre había deseado para su hijo. Lo tendría con los dos progenitores, aunque lo único que los mantuviera juntos fuera su hijo. Y la lujuria. Hizo una mueca, avergonzada al tener que reconocer el deseo que Pedro provocaba en ella.
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