martes, 10 de septiembre de 2019

Pasión Imborrable: Capítulo 45

Pedro dejó a Nicolás en brazos de la niñera y se dirigieron al sendero privado que recorría el lago. Parecía distraído y caminaba a grandes pasos, por lo que ella casi tenía que correr para seguirlo.

-Pedro, por favor. ¿Qué pasa? ¿Qué quería Rosa?

—¿Te acuerdas de ella?

-Pues claro que me acuerdo. Fue muy amable conmigo. ¿Sigue trabajando para tí?

-No. Cuando ingresé en el hospital, la casa de la montaña se cerró y Rosa se jubiló, cosa que había ido posponiendo, y se marchó a vivir cerca de su hija. Cuando salí del hospital vine a esta casa.

-Pero, Rosa te ha dicho algo.

-Que se alegraba de verme completamente restablecido. Que se alegraba de vernos.

—¿Se acordaba de mí? ¿Qué más te dijo?
-Nos felicitó por la boda —contestó Pedro con expresión sombría—. Lo había leído en el periódico.


—¿Y? —Paula conocía muy bien a Pedro y sabía que se andaba con evasivas.

De pronto, él se detuvo y se volvió a mirarla.

-Estaba allí el día que te fuiste.

El día que Pedro le había dicho que se fuera, el día que la había encontrado alterada por haber tratado de mantener a raya a Stefano Manzoni y se había apresurado a concluir que había estado tonteando con él. Se había apoderado de él una furia intensa.

-Entiendo —dijo ella volviéndose hacia la balaustrada que los separaba del agua.

-No, no lo entiendes —algo en su voz hizo que ella lo mirara, y su expresión la dejó perpleja—. Me ha dicho que, después de que te marcharas, no pude parar quieto y me dediqué a recorrer la casa de un extremo al otro. Veinte minutos después, salí corriendo hacia el coche, y parece que le dije que te iba a buscar.

Paula lo miró boquiabierta y el corazón le dejó de latir. ¿Que Pedro había ido a buscarla? ¿Que quería que volviera? ¿Quería eso decir que se había dado cuenta de que sus acusaciones carecían de fundamento? Sintió que una ola de calor se apoderaba de ella al pensarlo.

-Pero no fuiste a la estación —había esperado mucho tiempo a que el tren llegara.

-No. Fue entonces cuando tuve el accidente, mientras iba a toda velocidad a buscarte.

Atónita, Paula lo miró a los ojos. La culpa sustituyó al júbilo y tuvo que apoyarse en la balaustrada para no caerse.

—¡Paula! —la agarró con sus fuertes brazos y ella cerró los ojos para no ver el desagrado que sin duda expresarían los suyos.

¿Le echaría la culpa del accidente? Ella se culpaba. Se aferró a él y revivió el horror que había experimentado cuando se enteró de que había tenido un accidente. Pero aquello era peor.

Pedro la abrazó y tuvo miedo ante su repentina palidez. Le acarició la espalda. Se dijo que todo saldría bien. Sin embargo, su mundo estaba patas arriba. «Estaban ustedes tan enamorados que, por supuesto, fue a buscarla». Las palabras de Rosa resonaban en su cabeza. No era posible. Tenía que estar equivocada. ¿Amor? Trató de rechazar la idea como lo había hecho durante toda la vida, pero la emoción que Paula le producía había arraigado en su interior y no podía arrancarla. El hecho era que había ido a buscarla, desesperado si lo que decía su antigua ama de llaves era verdad, aunque estaba claro que era de naturaleza romántica. Era evidente que su memoria había adornado lo que sucedió. Pero eso era lo de menos. Lo importante era saber si había cambiado de opinión porque se había dado cuenta de que se había equivocado con Paula o si había decidido que le daba igual lo que ella hubiera hecho. Cualquiera de las dos opciones lo retrataba como una persona emocional, tan afectada por la marcha de su amante que era incapaz de pensar con coherencia. No podía creerlo.

Pensó en los pocos hechos concretos que había logrado reunir sobre su infidelidad. Había vuelto a casa y había visto a Stefano Manzoni, alguien en quien no confiaba, alejándose de la casa a paso acelerado. Paula tenía la blusa desabrochada, el pelo suelto y la marca de un mordisco en el cuello. Ella reconoció que se habían encontrado en la ciudad y que la había acompañado a casa. Después había tratado de desviar la furia de Pedro acusándole de serle infiel con Candela. ¿Qué más había habido que no recordaba? ¿Había algo más? ¿Se había equivocado tanto al acusarla como ella al creer que pensaba casarse con Candela? Fue sincero consigo mismo y reconoció la posibilidad de haberse precipitado a sacar conclusiones. ¿Esperaba inconscientemente que Paula le demostrara que lo único que le atraía de él era su dinero?, ¿Que lo abandonaría por otro que pudiera darle más si las cosas se ponían mal? Eso era lo que había hecho su madre. ¿Se había autoconvencido de que ella lo traicionaría? La abrazó con más fuerza y sintió los rápidos latidos de su corazón. A pesar de aquellos recuerdos fragmentarios, seguía teniendo las mismas lagunas de memoria. Paula no las había rellenado y no podía seguirse engallando al creer que lo haría. Nunca recordaría esa parte de su pasado, ni tendría pruebas definitivas de la conducta de ella. Sólo disponía de los comentarios de quienes estaban allí: Rosa y Paula. Pero él tenía capacidad de razonar y de instinto. ¿Qué le indicaban ambos?

-Lo siento —murmuró Paula finalmente mientras se aferraba a su camisa como si quisiera impedirle que se fuera.

—¿Cómo dices? —él se echó ligeramente hacia atrás para oírla con más claridad.

-Lo siento. Si no hubiera sido por mí, no te habrías estrellado.

—¿Te echas la culpa?

-¿Y tú no me la echas? —recordó cuánto llovía aquel día.

Por eso había aceptado la propuesta de un hombre de llevarla a casa en vez de esperar el autobús. Por eso y porque la noche anterior había visto a Pedro con Candela. Él no había vuelto a casa aquella noche y ella había acabado por cansarse de esperarlo dócilmente. Si no hubiera sido tan ingenua, si no hubiera estado tan dispuesta a creer las mentiras de Diana...

-Claro que no. No seas absurda —respondió él con los ojos centelleantes—. ¿Cómo vas a tener la culpa? Era yo el que conducía a toda velocidad, y el conductor del otro coche iba en dirección contraria por mi mismo carril. No puedes llevarlo en la conciencia —la agarró por la barbilla con delicadeza, y Paula se estremeció ante su ternura, que le recordó la de otro tiempo. Él se inclinó y la besó en los labios.

Ella sintió que se derretía con la magia que sólo Pedro era capaz de crear. Él le cubrió las mejillas, la frente y la nariz de besos suaves pero fervientes. El corazón de Paula se desbocó. Aquéllas no eran las caricias de un hombre desesperado por llevarla a la cama, no tenían que ver con el sexo, sino con la emoción, con la clase de emoción que ella guardaba desde hacía mucho tiempo.

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