Ella no dijo nada. Se quedó sentada, con los ojos cerrados, mientras le quitaba el velo. Él le apretó los hombros para que se levantara, y ella obedeció. Abrió los ojos y vió su expresión inescrutable. ¿Qué se esperaba? ¿El reflejo de las deliciosas sensaciones que ella había tenido un rato antes? Había sido arcilla en sus manos, tan ansiosa que ni siquiera se había podido quitar su precioso vestido. Sintió que las mejillas le ardían. Con él siempre le pasaba lo mismo.
-Ya sigo yo, gracias —pero él ya estaba tirando del corpiño.
Lo miró a hurtadillas; él no le examinaba la piel desnuda, sino la cara.
-Déjame a mí.
Cuando le quitó el vestido, se dió cuenta de que ya le había quitado los zapatos y se quedó frente a él con el sujetador, las ligas y las medias, totalmente vulnerable. Pero el brillo de los ojos de Pedro le impidió cubrirse. Sintió que algo crecía en su interior. Se sintió casi poderosa, deseada, incluso, durante un instante de locura, valorada.
—¿Hablabas en serio al decirme que no había habido nadie desde el accidente? —le preguntó antes de pensarlo dos veces.
Él se inclinó hacia ella mientras la agarraba por los brazos. Ella creyó que no iba a contestar, pero finalmente asintió.
—Sí, no ha habido nadie —no parecía contento de reconocerlo, como si fuera algo que afectara a su masculinidad.
Pero Paula sintió un júbilo tal que no se dio cuenta. ¿Llevaba todo aquel tiempo esperándola inconscientemente? Trató de desechar aquella idea absurda, pero no lo consiguió.
-Candela me dijo que no habían sido amantes —le espetó—, y que no pensabas casarte con ella.
—Te dije que no me comporto así. Candela es una amiga de la infancia, nada más.
—Siento no haberme fiado de tí—alzó con cautela la mano y la puso sobre una de las suyas.
No era ella la única culpable de que la relación se hubiera terminado, pero se dio cuenta de que su disposición a creer lo peor, alimentada por su sentimiento de no dar la talla y por las mentiras de Diana, había desempeñado un papel fundamental. Sintió un nudo en la garganta, mezcla de esperanza y miedo, mientras esperaba que le respondiera.
-Pues ya sabes la verdad. El pasado no importa.
«Claro que importa», quiso gritarle. Si hubieran sido capaces de confiar el uno en el otro, tal vez siguieran juntos todavía, juntos de verdad, no unidos por el yugo de un matrimonio de conveniencia.
—Creo que no me traicionaste, Pedro. ¿Te resulta tan difícil creer que no te traicioné?
Pedro la miró y volvió a sentir una emoción extraña, que trató de rechazar. Era desconocida para un hombre que había construido su vida en torno a la lógica y a la autosuficiencia.
-Creo que no se gana nada reviviendo el pasado, sino que tenemos que crear un futuro juntos, con nuestro hijo —le pareció que los ojos de ella se llenaban de lágrimas, y le dolió que él fuera el culpable, pero se negaba a mentir ni siquiera para apaciguar a la mujer con la que iba a compartir la vida.
Creer en la palabra de una mujer sin pruebas le resultaba tan extraño como respirar bajo el agua. Ella no podía pedirle en serio que aceptara, porque se lo decía ella a quien ni siquiera recordaba, que se había equivocado al acusarla de infidelidad. Debía de tener excelentes razones para acusarla y, hasta que no supiera más, se reservaba el juicio.
—Tengo que colgar el vestido —dijo ella mientras trataba de librarse de sus manos.
Aunque no lo acusó ni le hizo ningún reproche, él percibió su decepción y sintió algo parecido al pesar, lo cual no le gustó en absoluto.
-Después —le respondió.
¿No entendía ella que le daba todo lo que podía dadas las circunstancias?, ¿que ya se arriesgaba bastante al ligarse a una mujer desconocida por el bien de su hijo... y por la fuerza inexplicable que había entre ellos? ¡No! No estaba dispuesto a entrar en ese terreno femenino regido por las emociones en vez del sentido común.
-Esto es más importante que el vestido —la atrajo hacia sí deleitándose en el roce delicado del encaje del sujetador y de sus senos en su pecho.
Sin darle tiempo a protestar la besó en la boca. Eso era real, tangible. La atracción entre ambos crepitaba y se retorcía como una corriente viva. Le puso una mano en la cabeza para sujetarla mejor mientras con la otra la apretaba contra sí. El deseo que lo consumía se burlaba de sus propósitos de autocontrol. Percibió vagamente que no la estaba seduciendo sino arremetiendo contra ella, pero no podía detenerse ni pensar. Poco a poco, la rigidez de Paula desapareciendo y le puso las manos en el cuello. El se estremeció de placer cuando ella se apretó contra él como si tampoco pudiera saciarse de la poderosa pasión que los gobernaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario