martes, 10 de septiembre de 2019

Pasión Imborrable: Capítulo 46

-Perdóname, Paula —prosiguió él.

Dejó de besarla, pero no la soltó. Ella abrió los ojos. La expresión del rostro de su marido la dejó sin aliento y le habría arrebatado también el corazón si no se lo hubiera entregado ya.

-¿A qué te refieres?

Él no dijo nada, y Paula tuvo la extraña sensación de que estaba armándose de valor.

-Los últimos años han sido duros para tí —murmuró él—. Te eché de casa y por eso estuviste sola durante el embarazo y el nacimiento de Nicolás, y sola para cuidarlo y educarlo.

-Sobrevivimos.

-Los privé a Nico y a tí de mi presencia —sonrió con tristeza—. No debí dejarte marchar ni dudar de tí.

—¿Cómo dices? —sus palabras dejaron muda a Paula.

Vió el remordimiento en su cara, pero le resultó imposible de creer. Mientras él le acariciaba el rostro, tuvo la sensación de que algo precioso y milagroso la poseía.

-Yo soy el que tiene la culpa, Paula. No debí acusarte de traicionarme.

Paula lo miró a los ojos y lo que vio en ellos fue remordimientos, culpa, dolor... y esperanza. La sorpresa de que manifestara semejantes sentimientos hizo que perdiera el equilibrio, por lo que se agarró a sus hombros.

-No lo sabías. Y al fin y al cabo, yo creí a Diaba cuando me dijo que te ibas a casar. ¿Te dijo Rosa en el barco que no había nada entre Stefano Manzoni y yo? —al ver que negaba con la cabeza, atiadió—: Pero, entonces...

—¿Cómo lo sé? —le tomó la mano y se la puso más abajo del corazón—. Lo siento aquí. Llámalo instinto, si quieres. Mi sexto sentido lleva mucho tiempo diciéndome que no eras la mujer que creía, pero no le hacía caso. Hace dos años tuve que salvar la empresa y solucionar los problemas que mi padre había dejado. Eso es lo único que sé. Y también que decidí que todas las mujeres eran traicioneras. Supongo que estaba esperando que cometieras un error para que me demostraras que tenía razón.

Paula recordó la velocidad a la que había supuesto su infidelidad, como si hubiera estado dispuesto a creer lo peor. De pronto le pareció que había entrado en un mundo donde nada tenía sentido y, durante unos segundos de locura, cuando él le había deslizado la mano por su pecho y su corazón, llegó a creer que iba a decirle que era el corazón el que le había hecho cambiar, que la quería. Sintió renacer la esperanza y también sintió miedo.

-No te entiendo.

Pedro se mantuvo callado tanto tiempo que a ella se le pusieron los nervios de punta.

-Digamos que llevo demasiados años siendo el objetivo de mujeres a las que sólo les interesa adquirir dinero y prestigio.

Paula lo miró fijamente. ¿Era posible que creyera lo que decía? ¿No se daba cuenta de lo increíblemente sexy que era? Ella se había enamorado desde el momento en que lo vió, y no sabía nada de su posición ni de su riqueza.

-Y antes de eso... —prosiguió él—. Mi madre se marchó cuando tenía cinco años. Dejó a mi padre por un hombre con más dinero y prestigio todavía. No volví a verla.

—¿Tu padre los mantuvo separados?

-A mi querida madre, yo no le interesaba —bufó Pedro—. Desde el principio me dejó con niñeras. En cierto modo, no fue tan duro el golpe cuando se fue.

A pesar de su tensa sonrisa, Paula se dió cuenta de que mentía. Reconoció, con dolor, la antigua herida que ocultaba; saber que su madre no lo quería. ¡Qué terrible tenía que haber sido!

-Después de que se marchara —prosiguió Pedro—, tuve muchas niñeras, la mayor parte más interesada en atrapar a un hombre con título que en cuidar a su hijo. Aprendí a no confiar en nadie.

Paula sintió deseos de borrar todos esos años de dolor y desconfianza, de acunarlo como si siguiera siendo aquel niño apesadumbrado por la pérdida de su madre.

-Pero eso no es excusa para mi comportamiento —le alzó la mano y le besó la muñeca y después la palma. La miró con ojos ardientes—. Paula, no recuerdo lo que hubo entre nosotros y probablemente no lo haré. Pero creo que me precipité en mis conclusiones y actué sin reflexionar. Al vivir contigo estos dos últimos meses, me he dado cuenta de que te juzgué erróneamente. Nuestra relación no debió haber acabado como lo hizo.

Paula creyó que el corazón le iba a estallar en el pecho al ver la calidez de su mirada.

-¡Pepe! —así lo solía llamar. El diminutivo llevaba mucho tiempo encerrado en su corazón.

-Déjame decirte algo antes —inspiró profundamente.

Paula, estupefacta, comprobó que vacilaba. Su instinto le dijo que aquello era algo muy serio. Se le contrajeron todos los músculos del cuerpo y casi dejó de respirar. ¿Era posible que sus secretas esperanzas se hicieran realidad?

-Nunca creí que sentiría esto por una mujer. Eres sincera, directa y cariñosa — sonrió—. Y estamos bien juntos, ¿Verdad? —la miró con mucha seriedad, casi como si se sintiera vulnerable, mientras esperaba su respuesta.

Paula asintió mientras trataba de mantener la calma en medio de la mezcla de emoción, amor y deseo que experimentaba. Le apretó la mano deseando oír las palabras que llevaba tanto tiempo esperando: «Te quiero». Él la atrajo hacia así.

-Confío en tí Paula.




-¿Me has oído, Paula? —Candela inclinó la cabeza hacia un lado, como si fuera un pajarito.

-Claro que te he oído —Paula le sonrió mientas trataba de centrarse en la conversación.

Se preocupaba demasiado por lo que no podía ser. Vivía bien con Pedro; más que bien. Era un padre excelente y un amante estupendo. Y era amable y atento. ¡Y confiaba en ella! Hizo una mueca al recordar sus palabras y la profunda decepción que había sentido al escucharlas. Él le daba más de lo que había dado a ninguna otra mujer, todo lo que tenía para ofrecer. No era culpa de Pedro no haber aprendido a amar y que no pudiera amarla. Un día conseguiría estar contenta, a pesar de que siguiera toda la vida anhelando ser amada. Estaba agradecida por lo que tenía y pronto dejaría de desear lo imposible. La mejor forma de conseguirlo era estar ocupada, como lo había estado los dos últimos meses.

-Sí, el profesor es estupendo. Me alegro de haber seguido tu consejo para contratarlo —habló en italiano, pues tenía que dominar la lengua—. Estoy progresando, ¿No te parece?

-Eres una maravilla —dijo Candela sonriendo—. Pronuncias muy bien, aunque te falta vocabulario. Tendrás mucho éxito cuando Pedro empiece a recibir a gente de nuevo. Les resultarás encantadora con tu acento.

—¿Eso crees? —Paula echó una mirada alrededor del caro restaurante que Candela había elegido para comer.

A pesar de la ropa nueva que llevaba y de su determinación de adaptarse a la vida de Alessandro, a veces se sentía inquieta, como si fuera ajena a aquella vida y todos lo supieran. Que Pedro la mantuviera apartada de sus obligaciones sociales tampoco era de gran ayuda. Era cierto que salían, que incluso invitaban a cenar a amigos de vez en cuando, pero era evidente que él había rechazado muchas invitaciones que normalmente hubiera aceptado. ¿Era porque temía que ella no estuviera a la altura?

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