—Conozco las preferencias de todos, excepto las suyas, señorita. ¿Cómo quiere el café?
—Fuerte y con leche. Gracias —dijo Paula con una sonrisa.
—No me has presentado a esta señorita, Pedro —dijo el abuelo de repente en tono de reproche, mirando a Paula con curiosidad.
Por un instante Paula se preguntó si podía ver dentro de ella; ver la mentira que escondía en su interior.
—Ésta es Valeria Chaves, mi prometida —dijo Pedro.
—Ya era hora de que regresara. Ya empezaba a pensar que era producto de tu imaginación. La institutriz no espera. Ya lo sabes. Hazme caso. Este accidente de Marcos… —gesticuló con una mano—. Esto no ha sido un accidente. Te lo aseguro.
—¡Abuelo, ya basta! —dijo Federico de repente—. Marcos pone en peligro su vida cada vez que se pone al volante de un coche. Tarde o temprano esto podía pasar. No ha tenido nada que ver con…
—Puedes intentar tapar el sol con un dedo, pero no funcionará. Bueno, ¿Dónde está mi nieto? Quiero verlo —dijo, golpeando el suelo con la punta del bastón.
De pronto Paula entendió por qué no lo querían en el hospital. El pobre anciano no tenía ni idea de la verdadera gravedad de su nieto. La joven miró a los dos hermanos Alfonso, sobre todo a Pedro. Su rostro escondía una gran preocupación y sus ojos estaban velados. Era evidente que las heridas de Marcos podían costarle la vida. Sin pensárselo dos veces, dió un paso adelante y agarró del brazo al enojado anciano.
—Señor Alfonso, llevo todo el día viajando y estoy muy cansada. Necesito sentarme. ¿Por qué no viene a sentarse conmigo en esos cómodos butacones de allí?
—¿Qué pasa? —preguntó el abuelo.
Paula le lanzó una mirada de preocupación a Pedro, pero éste no hizo más que levantar las cejas durante una fracción de segundo.
—Lo siento mucho, señor. Si he dicho algo malo…
—Pepe, ¿Qué pasa aquí? ¿Por qué tu prometida me llama señor Alfonso?
Una sonrisa disimulada asomó en las comisuras de los labios de Pedro.
—¿Debería haber dicho otra cosa? Lo siento mucho. Mi español no es… —la joven se detuvo, avergonzada.
¿Y si el español de Valeria había mejorado mucho después de pasar un tiempo fuera?
—Es culpa mía. Debería haberlos presentado debidamente. Valeria, éste es mi abuelo, Alfredo Alfonso—dijo Pedro.
—Tienes que llamarme «Abuelo» —dijo el anciano, con un brillo juguetón en la mirada—. Si es que te tomas en serio lo de casarte con mi nieto.
Al ver que Valeria se ponía blanca como la leche, Pedro sintió un pequeño ataque de pánico. ¿Y si revelaba algún detalle de su peculiar compromiso? Ninguno de los dos iba muy en serio; ambos lo habían dejado claro desde el principio. Su actitud era justamente lo que la hacía perfecta para el papel de prometida. Él solo la necesitaba de cara a la galería, con el fin de aplacar los miedos del abuelo, y ni ella ni él tenían intención de casarse. Después del matrimonio de Karen y Federico, el abuelo insistía cada vez más con aquella absurda historia de la maldición. Era cierto que las cosas habían mejorado mucho para el negocio familiar desde aquel afortunado enlace, y el abuelo no hacía más que ver motivos en pos de su causa. Decía que los tres hermanos debían casarse, que solo así se rompería la maldición y la prosperidad volvería a la familia. Pedro, sin embargo, seguía teniendo sus dudas sobre la maldición de la institutriz. El abuelo se había obsesionado con aquella historia, e incluso llegaba a afirmar haber visto el fantasma. Según decía, las últimas palabras de aquella mujer, despreciada por su amante, un miembro de la familia Alfonso, habían obrado una maldición que duraba cientos de años; un hechizo maligno que supuestamente era responsable de todas las muertes repentinas en la familia y también de los infortunios financieros de Isla Sagrado. Ridículo. Todo aquello era ridículo. Pero tanto Pedro como sus hermanos querían a su abuelo por encima de todas las cosas, y estaban dispuestos a hacer cualquier cosa para que sus últimos años en la Tierra fueran los más felices; cualquier cosa, incluso fingir un compromiso de matrimonio inexistente.
De repente Pedro percibió el incómodo silencio que reinaba en la sala de espera. Fue hacia Valeria y le dió un beso en la punta de la nariz. Ella se sonrojó ligeramente.
—Claro que va a casarse conmigo, abuelo. ¿Quién no querría ser una novia Alfonso?
—Bueno —dijo el abuelo y entonces dejó que la supuesta Valeria se lo llevara a los butacones.
Poco después ya estaban conversando animadamente y Pedro sintió un gran alivio. Por lo menos eso lo mantendría distraído durante un buen rato.
—Lo ha hecho muy bien —le dijo Federico, mirando al abuelo y a Paula.
—Gracias a Dios —dijo Pedro, asintiendo con la cabeza—. ¿Qué ibas a decirle?
—¿La verdad? —dijo Federico, poniéndose pálido.
—No —murmuró Karen—. No puedes. Todavía se está recuperando del infarto. Ni siquiera está lo bastante bien como para haber vuelto a la mansión de la familia. No quiero que tenga una recaída y que haya que ingresarlo de nuevo. Ya sabes cómo le afectaría algo así.
—Tienes razón —dijo Federico—. No queremos que se repita lo ocurrido anoche.
—¿Y entonces qué? ¿Lo tenemos aquí esperando hasta que terminen los cirujanos?
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