martes, 17 de septiembre de 2019

La Impostora: Capítulo 5

Antes de que pudiera comprender lo que estaba ocurriendo, Paula sintió como la agarraban de la mano con fuerza y la conducían de vuelta a los ascensores.

—¡Valeria! Llevo horas intentando localizarte en el móvil y también en el teléfono de casa porque no sabía si habías vuelto a la isla. No sé por qué no quisiste darme los datos de tu vuelo. Podría haberte recogido en el aeropuerto. ¿Por qué no me llamaste?

—Yo…

Paula no sabía qué decir. Obviamente Valeria debía de haber ignorado sus llamadas. «Piensa, piensa… ¿Qué diría su hermana en este momento?», se dijo a sí misma.

—Lo siento. Perdí el teléfono. Ya me conoces.

—Ahora ya no importa. Lo bueno es que ya estás aquí.

—Pero…

De repente a él le cambió el rostro. Sus ojos, felices y brillantes un momento antes, se oscurecieron.

—Tengo malas noticias. Marcos ha tenido un accidente. Federico acaba de llamarme. Todos vamos para el hospital. Qué bien que has venido hasta aquí. Así ahorraremos tiempo.

—¿Marcos?

—El muy idiota —Pedro sacudió la cabeza—. Ya sabes cómo conduce. Parece que la carretera que lleva a las viñas se le atravesó un poco, y ese montón de chatarra aerodinámica que tiene por coche…

—¿Está bien?

—No, no está bien. No sabemos cuánto tiempo estuvo atrapado en el coche, pero a los equipos de emergencia les llevó más de una hora sacarlo del amasijo de hierros. Ahora lo están operando.

La voz de Pedro se quebró en el último momento y Paula le apretó la mano de forma instintiva.

—Seguro que se recuperará —dijo ella, haciendo acopio de toda la calma y confianza que tenía en ese momento.

Por dentro, sin embargo, tenía el estómago agarrotado. ¿Cómo iba a decirle la verdad a Pedro en un momento como ése? Según le había dicho Valeria en uno de sus correos, Marcos era el más pequeño de los hermanos; el que se ocupaba de las bodegas Alfonso, una división del millonario negocio familiar.

—Me alegro de que estés aquí —dijo Pedro, apretándola más la mano.

—Y yo también me alegro de estar aquí —dijo ella en un susurro. Por alguna extraña razón, sabía que lo decía de verdad.

En cuanto llegaron al hospital, Pedro se dirigió hacia la planta de cirugía. Nada más salir del ascensor, Paula se fijó en un hombre apuesto que esperaba junto a una mujer. Debía de ser el hermano mayor, Federico. Estaba parado frente a una ventana y abrazaba a la joven que estaba junto a él, como si tratara de consolarla. Tenía el cabello más oscuro que Pedro, pero el parecido familiar era inconfundible. Al acercarse un poco más, Paula se dió cuenta de que era justamente al contrario. Era la joven quien trataba de consolarle a él y no al revés. En cuanto Federico vió a su hermano pequeño, se apartó de su esposa y fue a su encuentro. El afecto que se tenían los hermanos Alfonso resultaba evidente con solo verlos abrazarse, en silencio y con emoción verdadera.

—¿Alguna noticia? —preguntó Pedro.

—Nada —dijo Federico con dificultad.

—El médico dijo que podría durar unas cuantas horas —dijo la joven.

De repente se dió cuenta de la presencia de Paula y fue hacia ella.

—Tú debes de ser Valeria. Siento mucho que nos hayamos tenido que conocer en estas circunstancias.

¿Conocerse? ¿Acaso la familia de Pedro no conocía a Valeria?

—Acaba de volver de Francia, de visitar a unos amigos. No le he dado tiempo ni a respirar —Pedro se volvió hacia Paula y la estrechó entre sus brazos—. Fede, Karen, ésta es mi prometida, Valeria Chaves.

—Bienvenida a la familia —dijo Federico, agarrándole la mano y dándole dos besos en las mejillas, al estilo europeo—. Como dijo Karen, siento mucho que nos hayamos tenido que conocer en estas circunstancias, pero me alegro de que estés aquí con mi hermano.

—Gracias —dijo Paula.

Antes de que pudiera decir nada más, un revuelo llamó su atención fuera de la sala de espera. Era una voz masculina que gritaba algo en español. De repente la puerta se abrió y un anciano entró en la estancia, apoyándose en un bastón de madera. Lo acompañaba un hombre de mediana edad, preocupado y avergonzado.

—Fui a verle a la residencia para decírselo en persona. Me robó las llaves del coche y casi me deja allí solo. Traté de impedirle que viniera, pero fue inútil. Me dijo que conduciría el coche hasta aquí si no lo traía yo mismo.

—¿Han oído eso? ¡Bah! —exclamó el anciano de pelo blanco—. ¿Creen que soy demasiado viejo como para ayudar a mis nietos cuando me necesitan?

—No te preocupes, Javier. El abuelo estará bien con nosotros. ¿Podrías conseguirnos un café que se pueda beber, por favor? —se apresuró a decir Pedro, agarrando al abuelo del brazo y aliviando a Javier de su pesada carga por un rato.

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