jueves, 26 de septiembre de 2019

La Impostora: Capítulo 19

—¿Y tu hermana? ¿Qué hace ahora?

Paula entreabrió los labios para decir algo, pero entonces titubeó.

—De todo un poco. Estaba prometida, pero las cosas no salieron bien.

Pedro pensó que aquello era muy interesante. El artículo de periódico que había leído en Internet decía que aún estaba comprometida. ¿Acaso le estaba mintiendo? No. Esa vez daba la impresión de estar diciendo la verdad. A lo mejor no había podido sacarle todo lo que quería al pobre tipo con el que se había prometido.

—Lleva dos años trabajando como asistente personal. Básicamente soluciona los problemas de otras personas. Tiene un talento especial para ello. Se le da bien solventar conflictos y calmar los ánimos. Es una especie de aprendiz de todo y oficial de nada, pero creo que está lista para dar un cambio.

—¿Están muy unidas?

—Mucho —dijo ella, agarrando la copa de cava, que ya estaba casi vacía.

—¿Más cava? —le preguntó él, pensando que igual le contaba más cosas si estaba un poco ebria.

—Sí, gracias.

En ese momento regresó el camarero, con una selección de tapas especialidad de la casa. Pedro escogió varias y entonces pidió otra copa de cava para Sarina y un vino tempranillo para él.

—Toma. Prueba esto —le dijo él de repente, poniéndole una croqueta contra los labios—. Creo que te gustará.

Ella abrió la boca y él le metió la croqueta, dejando que sus labios se cerraran alrededor de sus dedos un instante antes de retirarlos. Ella lo miró con gesto de sorpresa y entonces su expresión cambió al sentir el sabor de la deliciosa comida.

—Está buenísimo —dijo ella, deleitándose con el sabor—. ¿Qué era?

—Croquetas de gambas.

Pedro sintió un gran alivio al verla tragarse el bocado. Verla saborearlo y disfrutarlo era una tortura. Se sirvió una de las minicroquetas y la probó. Realmente estaba deliciosa. No era de extrañar que ella se hubiera puesto así.

—Te has manchado —le dijo ella de repente—. Justo ahí —estiró la mano y le limpió la comisura de los labios con la yema del pulgar, dejando un rastro de fuego sobre su piel.

Ella se retiró rápidamente; sus ojos estaban un poco nublados. ¿Acaso había sentido lo mismo? Pedro, esperaba que así fuera. Se merecía todo el tormento que pudiera darle.

—Gracias —dijo con una sonrisa calculada para tranquilizarla un poco después de aquel roce tan íntimo.

Después derivó la conversación hacia temas más ligeros mientras disfrutaban del resto de las tapas. Ella se tomó otra copa de cava, pero él alargó la suya todo lo que pudo, pensando en la cena en el apartamento. Era importante mantener la cabeza clara cuando estaba con ella. Además, esa noche tendría que llevarla de vuelta a casa, a no ser que lograra persuadirla para que se quedara con él. La idea de sacarle secretos entre las sábanas resultaba tentadora, pero tampoco sabía si ella le seguiría el juego. Valeria siempre lo había mantenido a raya. Flirteaba mucho, pero no dejaba que las cosas llegaran más lejos y, por alguna razón, él nunca había sentido el deseo de insistir demasiado, sobre todo porque jamás había tenido intención de llegar hasta el final con aquel compromiso. Con Paula, en cambio, había una gran diferencia; un impulso incontrolable. Desde el primer momento, había sentido una conexión física que tenía miedo de explorar. La idea se consolidó en su mente. ¿Sería muy difícil sacarle unos cuantos secretos? Ella no sabía que él estaba al tanto del plan que había urdido en compañía de su hermana. El sol ya estaba a punto de ocultarse en el horizonte y un ruidoso grupo de gente había entrado en el restaurante. Se terminó la copa y se puso en pie, tomando la mano de Paula.

—Vamos. Ya es hora de irnos a casa. Tengo un plan especial para esta noche.

—No sé si me va a caber algo más después de estos deliciosos bocados —dijo ella, agarrando el bolso.

Él esbozó una sonrisa y se inclinó hacia ella, casi rozándole la oreja con los labios mientras hablaba.

—Creo que te haré caer en la tentación. Ya verás.

A pesar de la tenue iluminación del restaurante, Pedro vió el rubor que cubría sus mejillas. A la salida del bar, él le rodeó el cuello con el brazo, atrayéndola hacia sí. En cuanto puso la mano sobre su brazo desnudo, la sintió reaccionar. La piel se le había puesto de gallina y un escalofrío la sacudía de pies a cabeza.

—¿Tienes frío?

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