martes, 10 de septiembre de 2019

Pasión Imborrable: Capítulo 47

-Lo sé, Paula. Según los rumores que corren, la joven condesa es encantadora y viste muy bien —Candela se echó a reír. Ella le había aconsejado a Paula a la hora de elegir nuevo vestuario—. Dime, ¿Qué tal vas con el discurso para la comida de caridad anual?

—Tengo algunas ideas —cada año la condesa Alfonso celebraba una comida de caridad en el salón de baile de la mansión Alfonso. La recaudación, junto con una generosa donación de las empresas Alfonso, iba a una organización caritativa de la elección de la condesa, una distinta cada año. Era una tradición que se remontaba a la época de la abuela de Pedro, y se había convertido en un evento importante para la élite social italiana—. Estarás allí, ¿Verdad?

-No me lo perdería por nada del mundo. Y Pedro estará contigo.

Él aún no le había hablado de ello. Fue Candela quien se lo dijo. Aquella noche pensaba preguntarle a Pedro para que le diera más detalles.

-Me tengo que ir —dijo Candela mientras hacía un gesto para pedir la cuenta—. Tengo una reunión con un cliente especial.

-Vete, ya pago yo. Me quedaré un poco más —volvía a sentir la sensación de náusea que últimamente experimentaba de vez en cuando.

-Ciao, bella. Te llamaré cuando vuelva de París.

Paula pagó la cuenta y trató de contener la excitación que la invadía, incluso con más fuerza que las náuseas. Sólo se había sentido así una vez: cuando se quedó embarazada de Nicolás. ¿Estaría embarazada otra vez? Un hermano para Nicolás, otro niño a quien querer y cuidar, pero esa vez con Pedro a su lado. ¿Se pondría contento? No habían tomado precauciones, por lo que cabía esperar que no le disgustara la idea. Se levantó y se dirigió al vestíbulo, donde había un grupo de mujeres mayores, bien vestidas. Reconoció una de las voces.

-Por supuesto, ya me lo esperaba. Pobre Pedro. ¿Qué remedio le quedaba? La chica era la madre de su hijo. Pero ahora tendrá que atenerse a las consecuencias.

Paula sintió unas náuseas más intensas que antes, lo que le impidió darse la vuelta y marcharse. Además se había quedado clavada en el sitio ante el veneno que destilaban las palabras de Diana.

-No es de buena cuna, no tiene clase ni idea de cómo comportarse. No me imagino cómo va a cumplir sus responsabilidades como condesa. Por suerte, estaré en la comida de caridad. Pedro me ha pedido que la presida, me lo ha rogado, y no puedo defraudarlo. Ambos sabemos que su esposa lo haría muy mal, y el apellido Alfonso es muy importante para ser objeto de burlas.

Paula no siguió escuchando.

-Puesto que el apellido familiar es tan importante para tí, me sorprende que estés haciendo lo imposible para mancharlo —a pesar de la bilis que sentía en la garganta, consiguió mantener la calma y el control. Pronunció con tanta perfección cada palabra que su profesor hubiera estado orgulloso.

Diana se dió la vuelta. Se había sonrojado. Paula miró a la mujer que había tratado de destruir lo que Pedro y ella habían compartido y, por primera vez, vió la codicia y la insatisfacción que había más allá de la ropa cara y la elegancia.

-Cualquiera diría que tienes un interés personal, que estás enfadada porque la esposa de Pedro, una mujer más joven, te ha sustituido.

Diana la miró con los ojos como platos y del grupo de mujeres se escuchó una risa ahogada. Paula estuvo tentada de echarle en cara sus mentiras y maquinaciones. Pero se negó a seguirle el juego y a ser pasto de habladurías.

-Pero las dos sabemos que eso es una tontería, ¿Verdad? En cuanto a la comida de caridad, no hay duda de que ha habido un malentendido. Procuraré que se resuelva y te enviaré una invitación, Diana. Espero que tus amigas te acompañen —no experimentaba satisfacción ni sensación de triunfo, sino un frío pesar en la boca del estómago—. Tengo que irme, pero le diré a Pedro que te invite a comer un día de éstos. Ciao, Diana —la besó en las mejillas y después se concentró en sus pasos para llegar a la puerta.

Cuando se montó en la limusina, su control se había hecho añicos. Temblaba y volvía a sentir náuseas. Trató de revivir la sorpresa y la derrota que expresaban los ojos de Diana, pero sólo recordó sus palabras: «¿Qué remedio le quedaba? Su esposa lo haría muy mal. Me lo ha rogado». No, Paula no se lo creía. Pedro no le haría eso. Diana había vuelto a mentir. En cuanto dejara de temblar, le llamaría para confirmarlo.

Él le había dicho que confiaba en ella, y parecía tan sincero que le creyó sin vacilar. Sin embargo, la confianza adoptaba distintas formas. Tal vez, él confiara en su palabra, pero no la creyera adecuada para ser la esposa de un hombre de negocios archimillonario. Y nadie podría reprochárselo, pues ella no había crecido en su mundo, no conocía las reglas y, tal vez, él creyera en secreto, como otros, que sus problemas de lectura eran un reflejo de su capacidad en otros campos. Volvió a sentir náuseas, y estuvo los minutos siguientes tratando de acallar la voz de la duda y el dolor que le causaba. Por fin consiguió controlar las náuseas y miró por la ventanilla. Tomó una decisión: por mucho que una parte de sí misma estuviera tentada de coincidir con Diana en que no sabía cómo comportarse en aquellos círculos sociales, estaba allí para quedarse. Era la esposa de Pedro Alfonso y les demostraría a todos, e incluso a sí misma, que podía hacer frente a todo lo que eso suponía. Se lo debía a ella misma y a Nicolás.  Se pasó la mano por la tripa. Si iba a criar a sus hijos allí, no podía permitirse hundirse en la oscuridad como había hecho cuando era más joven. Ya sabía lo que era y no quería volver a experimentarlo. Estaba cansada de sentir que no estaba a la altura de lo que los demás esperaban de ella. Así que sacó el teléfono móvil del bolso y llamó a Pedro al despacho. No hizo caso de la sensación de miedo que sintió, sino que pensó en que él confiaba en ella.

Pedro bajó del coche y subió la escaleras a toda prisa. La puerta principal se abrió antes de que llegara a ella.

—¿Dónde está mi esposa?

-Creo —le contestó Eduardo— que sigue en la piscina. El señorito Nicolás se ha bañado y está durmiendo la siesta.

-Muy bien —lo que tenía que decir era mejor hacerlo en privado. Se dirigió a la piscina a grandes zancadas.

Iba en el coche de camino a casa cuando le llamó su nueva secretaria para decirle que su esposa había llamado para preguntarle acerca de la comida de caridad. Cuando la secretaria había comprobado los detalles, había visto que la anterior secretaria, que lo había sido de manera temporal, había dispuesto que Diana presidiera el evento, a pesar de las instrucciones expresas de Pedro para que su madrastra no volviera a re-presentar ni a la familia ni a la empresa. Se sintió furioso con Diana, con las secretarias temporales incompetentes y consigo mismo por no haber comprobado los detalles. Avanzó deprisa por el pasillo mientras la voz de la secretaria resonaba en su cerebro: «No, no ha dejado ningún mensaje ni ha dicho nada».

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