martes, 10 de septiembre de 2019

Pasión Imborrable: Capítulo 48

Pedro tuvo un mal presentimiento. Sabía que Paula a veces no estaba segura de sí misma y conocía las cicatrices que su familia le había dejado. Entró en la piscina mientras se quitaba la chaqueta y la corbata.

Paula nadaba con fuerza en la piscina. Llegó al final de la piscina. Estaba muy cansada, pero seguía furiosa. Haría unos largos más hasta tranquilizarse un poco.

-Deja que te ayude a salir.

Automáticamente, ella se apartó, pero Pedro se adelantó, la agarró del brazo y con su extraordinaria fuerza la sacó del agua. No quería hablar con él todavía. Quería estar tranquila y recuperarse de haber sido traicionada. Al fin y al cabo, sólo era una comida. Sin embargo, lo vivía como algo más, como si una vez más no hubiera estado a la altura. Como la vez anterior, cuando él no había confiado en ella lo suficiente como para presentársela a sus amigos; como todas las veces que sus padres la habían menospreciado. Parecía condenada a no estar nunca a la altura de las expectativas ajenas.

-Mírame, Paula.

Lo miró. Estaba en medio de un charco de agua que se había formado del agua escurrida del cuerpo de ella. Se había mojado los pantalones al sacarla, y la camisa se le ajustaba al cuerpo de un modo que ella sintió deseos de acariciar su torso escultural, lo cual aumentó su furia.

-Llegas pronto —se mordió el labio inferior y miró por encima del hombro de Pedro.

Él le alzó la barbilla con un dedo para que lo mirara. No hubo manera de no hacerlo ni de observar la compasión que había en sus ojos. Pero ella no necesitaba que la compadecieran. Necesitaba mucho más. Se había casado con él fingiendo que no lo quería, pero, en el fondo de su corazón, sabía que estaba condenada a quererlo por muy distintos que fueran sus sentimientos y circunstancias mutuos. A Pedro estuvo a punto de parársele el corazón al ver sus ojos enrojecidos. Su indomable Paula había estado llorando. Se quedó anonadado. La agarró con más fuerza, pero se contuvo para no atraerla hacia sí. La resolución que se veía en su mandíbula y el brillo helado de sus ojos le advertían que no lo hiciera.

—Te lo puedo explicar.

-Estoy segura —dijo ella con amargura—. Supongo que te han dicho en el despacho que te he llamado y que ya sabía que le habías pedido a Diana que ocupara mi puesto.

-No es así —le puso las manos en los hombros y le acarició los brazos en un gesto de consuelo.

—¿Ah, no? —apartó la mirada—. Crees que no estoy capacitada para desempeñar el papel de condesa.

—¡No digas eso! —detestaba que hablara de desempeñar un papel como, si en algún momento, fuera a cansarse de actuar y a marcharse. Le apretó los brazos y se dispuso a luchar por lo que era suyo.

—Así que le pediste a Diana, le rogaste que ocupara mi lugar.

-Ha habido un error, Paula.

-¡Y que lo digas! —trató de zafarse de sus manos, pero él no la soltó. Sus ojos expresaban ira y dolor a la vez. Comenzaron a temblarle los labios—. Soy tu esposa, Pedro, no una empleada de la que puedes prescindir si crees que no está cualificada para el trabajo. Me manipulaste para que me casara contigo; no me diste otra opción. Ahora es demasiado tarde para decidir que nuestro matrimonio no es un buen negocio.

-Espera un momento —dijo él.

Paula había puesto el dedo en la llaga. Él se sentía culpable por haberla obligado a casarse, por haberse aprovechado de alguien que carecía de recursos para oponérsele. Se había comportado brutalmente al llevarla a su casa y meterla en su cama.

—¡No, no espero! —lo fulminó con la mirada. En sus ojos había casi odio.

Pedro sintió un miedo desconocido. No podía perderla. Era imposible.

-No soy un accesorio que sacas y enseñas al público cuando te interesa tener una esposa complaciente y que echas a un lado cuando te relacionas con tus amigos aristócratas.

-¡No creerás que eso es lo que he hecho! —su indignación se mezcló con la compasión—. Te he dado tiempo para que te adaptes y he intentado no abrumarte. Sé que esto es muy distinto de tu vida anterior.

Ella no lo escuchaba y se limitaba a negar con la cabeza mientras le ponía las manos en el pecho y lo empujaba como si quisiera que se marchara. Él no se movió. A él no lo echaba nadie, ni siquiera Paula.

-Estoy cansada de esto, Pedro, de que me menosprecies, de tener que conformarme con menos.

—¿De conformarte? ¿A qué te refieres?

-A este acuerdo nuestro tan conveniente. No puede seguir así. No puedo...

—¿Conveniente? —Pedro trató de contener el pánico que lo asaltó—. Me acusaste de lo mismo la noche de nuestra boda. Te equivocaste entonces y te equivocas ahora —después de todo el tiempo transcurrido, volvían a estar como al principio. ¿Por qué no veía ella lo importante que era aquello? Lo importante que eran ellos—. ¿Crees que nuestro matrimonio me resulta conveniente?

Ella lo miró a los ojos sin pestañear.

-Creo que tienes lo que deseabas, Pedro. Pero no es suficiente para mí.

Él se negó a escuchar que Paula le pidiera el divorcio. En su interior estallaron emociones tumultuosas como jamás había experimentado que hicieron añicos su autocontrol y lo dejaron sin defensas ante el dolor que lo traspasaba.

—¿Crees que esto es conveniente, Paula? —la besó en la boca con dureza, como si fuera de su propiedad, casi con brutalidad, pero ya no podía controlarse.  Ella era suya, totalmente suya. Nunca se había sentido tan bien como abrazándola y besándola. La atrajo hacia sí y la abrazó como si no fuera a soltarla nunca. La necesitaba. Sin ella estaba incompleto. Era una certeza que se reafirmó al sentir el corazón de ella latiendo al mismo tiempo que el suyo y al ver que lo besaba con la misma furia—. ¿O esto? —le lamió desde el omóplato a la oreja y sintió que ella se estremecía y dejaba de respirar de puro placer—. No es nada conveniente lo que siento por tí, Paula. Me niego a renunciar a la mujer que amo. ¿Me oyes? No vamos a hablar de divorcio porque no voy a renunciar a tí.

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