A Pedro le resultaba increíble haber perdido el control de aquel modo. Estaban discutiendo y un minuto después, él la embestía con la suavidad de un semental desenfrenado. Verla derretirse ante sus caricias, su expresión de asombro y de deseo lo había llevado al límite y anulado todas sus afirmaciones de ser un hombre civilizado. Con ella perdía el control, la sutileza y la compostura. Llevaba semanas tratando de controlar el deseo desesperado y creciente que lo con-sumía, pero no se había imaginado que el resultado sería tan brutal y bárbaro. Se pasó la mano por la cara y se miró al espejo del cuarto de babo. Sus ojos brillaban de satisfacción y emoción porque Paula, su esposa, estaba en la habitación de al lado, en su cama. Agarró una toalla y salió. Ella seguía como la había dejado, saciada, y con las medias y los zapatos puestos. Al verle las piernas, el vestido arrugado y el triángulo de pelo oscuro, sintió una descarga en la entre-pierna. ¿Había sido siempre igual con ella? Nunca había reaccionado así ante otra mujer, y eso le preocupaba. Pero ya volvía a desearla y, la vez siguiente, antepondría las necesidades de ella para demostrarle que no era un bruto que no sabía seducir a una mujer. Mientras se tendía, desnudo, en la cama de al lado, ella no se movió. El vestido que le había costado una fortuna era insalvable, pero no le importaba. Ella estaba medio dormida, exhausta después de la tosquedad con que la había tratado. Tenía que dejarla descansar, pero no podía dejarla dormir vestida, porque estaría incómoda. Le agarró un pie. Paula, consciente sólo a medias, sintió que algo se le deslizaba por la espalda. Estaba en la cama, todavía con el traje de novia. Pedro se lo había desabrochado y había introducido las manos para masajearle la espalda que ella, instintivamente, arqueó.
-Estás despierta.
Paula deseó haberse despertado sola. El recuerdo de lo que habían hecho no la abandonaba. El olor a sexo impregnaba el aire y le recordaba la facilidad con que había alcanzado el clímax y sus nulos intentos de escapar, cómo había sucumbido sin luchar a pesar de sus bellas afirmaciones de que no era un objeto. ¿Qué había hecho? ¿Cómo podría volverse a mirar a la cara?
—¿Estás bien? —le preguntó él mientras la agarraba por los hombros
-Sí —mintió ella al tiempo que trataba de eliminar el delicioso temblor que le había provocado el contacto de sus manos.
¿Acaso no tenía orgullo? Le sería muy fácil volver enamorarse de Pedro. ¿Y adónde la llevaría una relación unilateral en la que ella se lo daría todo y él sólo lo que le conviniera? Pero era demasiado tarde. No había vuelta atrás. El amargo vacío con el que había vivido tanto tiempo había desaparecido, pero necesitaba tiempo para entender lo que todo aquello significaba.
-Voy a ayudarte a quitarte el vestido. No debes de estar cómoda.
-Puedo hacerlo sola —se movió hacia un lado de la cama para apartarse de él y no mirarlo a los ojos, pues estaba segura de que se daría cuenta del efecto que provocaba en ella.
Se sentó y se sostuvo el corpiño con la mano. Se quedó inmóvil cuando Pedro rodeó la cama y se puso frente a ella... desnudo, un Adonis revivido; un Adonis, excitado. Tragó saliva con dificultad y trató de que el corazón no se le desbocan. Acababa de experimentar dos veces un clímax de una intensidad inusitada, por lo que no debería tener más ganas. Cerró los ojos tratando de eliminar la imagen de Pedro, de su potente virilidad frente a ella. Pero no había escapatoria: tenía la imagen grabada en el cerebro.
-Será más fácil si te ayudo, Paula.
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