Leticia Martínez había tenido su patético momento de gloria… en los tribunales. Él había usado todos sus contactos y el peso de su apellido para aplastarla como a una mosca, y lo había conseguido. Al final se había librado de la cárcel por muy poco y no había tenido más remedio que aceptar las condiciones que su ejército de abogados le había impuesto, y también la orden de alejamiento que le impedía acercarse a Isla Sagrado o a cualquier miembro de la familia Alfonso, ya estuvieran en la isla o en cualquier otro lugar del mundo. Metió los papeles en el sobre en el que venían y lo introdujo en la trituradora. Leticia Martínez era historia.
Aquella experiencia le había dejado un mal sabor de boca, pero Valeria Chaves lo había compensado con creces. Ella no le exigía nada a cambio; justamente como él lo quería, y su compromiso con ella mantenía a raya a su abuelo, que no lo dejaba tranquilo con lo de la maldición de la institutriz. La vieja leyenda de la maldición se remontaba a unos cuantos siglos atrás, a un tiempo de mitos y supersticiones que nada tenían que ver con la realidad. Sin embargo, su abuelo se había obsesionado con ello recientemente y tanto Pedro como sus hermanos estaban haciendo todo lo posible por aplacar los miedos del anciano; para quien sus nietos bien podían ser los últimos de la estirpe. El mes anterior el abuelo había sufrido un ataque al corazón y tanto Pedro como sus hermanos, Federico y Marcos, querían evitarle todos los disgustos posibles. Querían que su abuelo pasara los últimos años de su vida en paz y estaban dispuestos a hacer todo lo que fuera para asegurarle un poco de tranquilidad. Federico había mantenido una promesa de matrimonio que había hecho veinticinco años antes, cuando no era más que un niño. Pedro sonrió al acordarse de su cuñada, Karen. A su regreso a Isla Sagrado parecía tan frágil y femenina; tan joven… ¿Quién pudiera haber adivinado que aquella delicada apariencia escondía un corazón de hierro? Había luchado muy duro por su matrimonio. Había luchado y había ganado. Y, curiosamente, Federico y ella ya no despreciaban la idea de la maldición y parecían más empeñados que nunca en animarles a sentar la cabeza. Sentar la cabeza… Eso era algo para lo que Pedro todavía no estaba preparado. Sin embargo, su compromiso con Sara cumplía el objetivo principal: ahuyentar los miedos del abuelo. Y en última instancia, eso era todo lo que a él le preocupaba. Estaba dispuesto a todo con tal de proteger a su familia y las mujeres como Leticia Martínez recibirían su merecido tantas veces como fuera preciso.
Al salir del aeropuerto de Isla Sagrado, Pedro levantó el rostro hacia el sol brillante. El contraste entre la cálida caricia de sus rayos y la lluvia fría de Nueva Zelanda era casi increíble. No era de extrañar que Valeria hubiera elegido quedarse en aquel oasis mediterráneo. Y si todo hubiera salido como había esperado, en ese momento ella misma habría estado no muy lejos de allí, en una isla griega, celebrando su propia luna de miel. Recordaba el día en que había ido a la agencia de viajes con David. Había ojeado los catálogos una y otra vez, en busca del lugar perfecto para iniciar una nueva vida a su lado. Sin darse cuenta, se frotó el dedo anular de la mano izquierda; una vieja costumbre que no tardaría en quitarse. En su piel solo quedaba una hendidura y una marca que pronto se borraría para siempre. Echó la cabeza atrás y cerró los ojos para protegerse del sol. Los ojos se le humedecían, a pesar de las gafas de sol. ¿Pero qué importancia tenía que David hubiera preferido a una chica más espontánea y atrevida? Contuvo las lágrimas y apretó los labios. Qué ilusa había sido. Pensaba que había elegido a un compañero de vida sosegado y estable, todo lo contrario que sus padres, pero se había equivocado. Se habría sentido mejor si él se lo hubiera dicho directamente; si le hubiera dicho que ella no era lo que buscaba en lugar de seguir jugando con ella aún habiéndola dejado de amar. Ahuyentó aquellos pensamientos nocivos y juró que no volvería a derramar otra lágrima por aquel hombre que la había traicionado después de más de cinco años de relación. Ni una sola lágrima más. Tragó en seco. ¿Por qué era tan difícil mantener una promesa?
La multitud de viajeros con los que había llegado ya se había dispersado. Las aceras aledañas a la terminal estaban vacías y la parada de taxis también. Media hora más tarde Paula seguía allí, derritiéndose bajo aquel sol inclemente. El calor aumentaba por momentos y su piel clara, la maldición de las pelirrojas, no aguantaba mucho más. Asfixiada, buscó refugio cerca de un lateral del edificio. Ríos de sudor le corrían por la espalda. Impaciente, volvió a mirar el reloj; un regalo de Valeria. En realidad era la única pieza de joyería frívola que poseía, con su esfera llena de brillantitos y la rutilante pulsera. Por fin apareció un taxi verde y blanco. Asiendo el bolso con fuerza, avanzó hasta la acera.
—A Governess’s Cottage, por favor —dijo, asomándose por la ventanilla.
De repente Paula presenció algo asombroso, casi increíble. Al bajar del vehículo para recoger su maleta, el taxista se persignó. ¿Acaso había sido su imaginación? No lo sabía, pero en cualquier caso estaba demasiado cansada como para pensar en algo que no fuera resolver el lío en el que su hermana la había metido. El taxi se marchó a toda prisa. Sorprendida, lo vió alejarse a toda velocidad. Solo Dios sabía por qué tenía tanta prisa por marcharse de allí. Agarró la maleta y atravesó el hermoso portón de hierro situado en el muro de piedra que rodeaba toda la propiedad.
—Pintoresco —dijo para sí, contemplando la centenaria arquitectura del edificio y avanzando hacia el porche frontal. Los peldaños de piedra estaban desgastados por el paso del tiempo.
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