jueves, 2 de mayo de 2019

Eres Irresistible: Capítulo 5

Pero en aquel momento, Pedro Alfonso ofrecía un aspecto tan intimidante que Paula no estaba segura de querer saldar ninguna deuda con él. Su expresión indicaba que era capaz de expresar sus opiniones sin importarle el efecto que pudiera causar en sus interlocutores. Y Paula intuía que no era un hombre que cometiera errores o que pudiera ser manipulado por una mujer, algo que la afectaba directamente porque, aunque no hubiera nada entre ellos, estaba acostumbrada a mantener relaciones en las que ella tenía un control absoluto. Decidiendo que ya habían pasado tiempo suficiente midiéndose mutuamente, habló ella:

—Tenía tanta prisa esta mañana que no pude presentarme. Soy Paula Chaves.

—Tenía prisa porque usted ha llegado tarde.

Era evidente que la tolerancia no era una de sus características.

—Nadie me dió direcciones —dijo ella frunciendo el ceño—. De hecho, es unn milagro que llegara, señor Alfonso.

Por la manera en que él arqueó una ceja, Paula dedujo que no estaba acostumbrado a que le contestaran. Suspiró, pensando una vez más que él necesitaba relajarse. La vida era un asunto serio, pero no tanto. Su padre había actuado de la misma manera hasta que, hacía unos años, había sufrido un ataque al corazón.

—¿Cuándo llegan los hombres? He preparado un festín —dijo para cambiar de tema.

Pedro la miró intensamente entornando los ojos.

—Vendrán en cualquier momento, así que será mejor que hablemos ahora mismo.

Paula decidió en aquel mismo momento que no quería hablar. La voz de Pedro era como todo él, insoportablemente sexy. La melodía de su acento le agarrotaba las entrañas. Estar delante de él los últimos minutos la había dejado entumecida, con el corazón acelerado y había despertado cada una de sus hormonas femeninas tal y como ya había hecho al verlo por primera vez. Además, despertaba en ella emociones cálidas, sentimientos contradictorios que no recordaba haber tenido antes. Y nada de todo eso era bueno.

—¿De qué tenemos que hablar? Ya me ha dejado claro que he llegado tarde y que me va a reducir la paga. ¿Qué más quiere? ¿Mi sangre?

Pedro se tensó. Era evidente que la mujer había olvidado quién de los dos era el jefe. Abrió la boca para decírselo, pero la cerró al oír motores aproximándose.

—Tendremos que esperar hasta después del almuerzo —dijo, crispado. Y sin más, fue hacia el barracón para asearse.

Pedro se reclinó en el respaldo del asiento pensando que nunca había comido una lasaña tan deliciosa y por los rostros de felicidad de sus hombres, dedujo que ellos tampoco. También había observado que no era el único al que le agradaba mirar a la señorita Chaves, que se había esmerado en que no les faltara nada. Inicialmente le había hecho gracia que algunos de los chicos coquetearan con ella descaradamente. Pero ella había sabido mantener un grado de profesionalidad que lo había impresionado. Hasta Leandro Boston y Daniel Hinton, los dos conquistadores del grupo, se habían dado cuenta de que no tenían nada que hacer y habían abandonado su actitud seductora. Otra cosa que le había impresionado positivamente de Paula Chaves fue el esfuerzo que se había tomado para redecorar el comedor y para cambiar el menú. Pedro contaba con unos trabajadores excelentes, que trabajaban de sol a sol. Cuando acabara la esquila, parte de ellos se dedicarían a la cría de corderos y los demás volverían al pastoreo.

—Veo que tú tampoco puedes dejar de mirarla, Pedro.

Pedro lanzó una aguda mirada a Nicolás Austell. Cuando Pedro decidió convertirse en ranchero, fue a pasar seis meses en uno de los mayores ranchos de Australia. Allí había conocido al australiano, el hijo pequeño del dueño del rancho. Nicolás había accedido a volver con él a Estados Unidos para ayudarlo. De eso hacía tres años, y seguía con él. Era quien le había enseñado prácticamente todo lo que sabía sobre ovejas, y Pedro lo consideraba un buen amigo.

—Eso son imaginaciones tuyas, australiano —dijo Pedro, aunque sabía que tenía razón.

Claro que la razón de observar a Paula era meramente práctica. Como su jefe, debía asegurarse de que sabía hacer su trabajo y que se comportaba adecuadamente. Después de todo, tenía a sus órdenes veinticinco trabajadores en total, y todos eran hombres.

—Yo creo que no, pero si prefieres engañarte, haz lo que quieras —replicó Nicolás—. Sólo tengo que decir que ha manejado a Leandro y a Daniel magistralmente. Seguro que les ha roto el corazón.

Pedro resopló con incredulidad. De ser así, se lo tenían merecido. Miró el reloj. Había llegado la hora de volver al trabajo, y sus hombres, conocedores de la importancia que daba a la puntualidad, habían empezado a levantarse y se despedían de Paula dándole las gracias y diciendo cuánto habían disfrutado la comida. Él también se puso en pie, pero se quedó atrás para hablar con su cocinera. Nicolás tomó su sombrero y se acercó a él.

—Espero que no vayas a estropearlo todo —dijo en voz baja, escrutando su rostro—. La comida nos ha gustado a todos, y ella también. Nos gustaría que se quedara. Al menos, hasta que vuelva Norma.

Sin mirarlo, Pedro masculló:

—Ya veremos.

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