—No sé de qué me estás hablando.
—Estabas coqueteando con ella.
Nicolás se encogió de hombros.
—Si fuera así, ¿Qué tendría de malo?
—Si lo has hecho para provocarme…
—Lo he conseguido —dijo Nicolás, sentándose al otro lado del escritorio—. Vamos, Pepe, admite que te gusta y que por eso estás pensando en despedirla a pesar de que cocina mejor que Norma y de que tiene mucho mejor carácter. Siento decirlo, pero Norma ha estado insoportable.
Pedro suspiró profundamente. Era verdad que Norma había cambiado desde que había descubierto, unos meses atrás, que su marido la engañaba. Como consecuencia, parecía querer vengarse del género masculino en conjunto. Inicialmente sus hombres se habían mostrado comprensivos, pero con el paso de los días, había acabado irritándolos. Eso no significaba que pensara dejarla sin trabajo, pero cuando volviera, tendrían que mantener una larga charla.
—Aunque haya pasado por una crisis, no pienso echarla —dijo.
—Claro que no. Pero entretanto, no hay nada malo en que tus hombres coman bien y reciban un buen trato —al no obtener respuesta de Pedro, Nicolás continuó—: Entiendo lo que te pasa. Sé lo que se sufre cuando se desea tanto a una mujer.
Pedro frunció el ceño.
—Ten cuidado con lo que dices; estás hablando de mi hermana.
—Estoy hablando de la mujer a la que amo, y que no manifiesta por mí el más mínimo interés —dijo Nicolás, enfurruñado—. Cualquier día vas a descubrir que hemos desaparecido los dos —sonrió—. Estoy pensando en secuestrarla.
Pedro rió.
—Atrévete. La devolverías en menos de una semana. Carolina haría de tu vida un infierno, y si yo fuera tú, no cerraría los ojos ni de noche. Es vengativa.
Pedro no descubría nada nuevo a su amigo. De sus tres hermanas, Carolina era la más fuerte. Nicolás lo sabía y por eso mismo la amaba.
—¿Estás pensando de verdad en echar a Paula? —preguntó. Y Pedro supuso que prefería dejar el tema de su hermana—. Creo que sería un gran error que tus trabajadores tengan que sufrir las consecuencias de que no seas capaz de dominar tus instintos.
Pedro pensó que no tenía sentido negar la verdad. Era la primera vez en su vida que se sentía incapaz de dominarse.
—Los hombres han hecho apuestas sobre cuánto tiempo durará —continuó Nicolás, sonriendo—. A algunos les va a sorprender encontrarla todavía aquí.
A Pedro no le hizo ninguna gracia que sus hombres hubieran percibido el interés que sentía por Paula.
—No es la única cocinera del mundo.
—Seguro que no, pero no sé cuántas estarían dispuestas a vivir en un rancho. De hecho —Nicolás se rascó la barbilla—, no entiendo cómo una mujer como ella puede pasar dos semanas en medio de la nada. ¿No tiene familia?
Pedro reflexionó. La verdad era que ni siquiera se lo había planteado.
—¿Y si está huyendo y está aquí para esconderse? —preguntó Nicolás.
—¿Huyendo de qué?
—De un marido violento, de un prometido psicótico o celoso. ¡Yo qué sé! Si fuera tú, Pepe, lo averiguaría.
Pedro frunció el ceño ante esa posibilidad. Sólo sabía que a Paula le había sorprendido que el puesto fuera como interna, y que había atribuido su vuelta por la noche al temor a retrasarse por la mañana. Pero, ¿Y si Nicolás tenía razón?
—No creo que esté ni prometida ni casada, porque no lleva anillo ni marca de que lo haya llevado en el pasado.
Nicolás rió por lo bajo.
—Si eres capaz de fijarte en todos esos detalles sobre el dedo de una mujer, eres peor que Leandro o Daniel.
Pedro no se dejó provocar.
—Como quieras —dijo, encogiéndose de hombros.
—Como quieras tú, pero ten en cuenta que si la despides, puedes estar enviándola a su muerte.
—¡No seas tan dramático! —protestó Pedro.
—No digas que no te he advertido —Nicolás se puso en pie y fue hacia la puerta.
—Espera, todavía no hemos tenido la reunión —dijo Pedro, sorprendido.
—Ni vamos a tenerla. Huele demasiado bien. Y si piensas echarla, antes quiero disfrutar de un buen desayuno.
Pedro siempre se había enorgullecido de poseer fuerza mental y autocontrol, pero creyó perder ambos cuando, una hora más tarde, entró en el comedor. Los hombres se habían ido y sólo quedaba Paula, recogiendo. En cuanto la vió, quiso cruzar la habitación y besarla hasta que dejarla sin aliento.
—Te has perdido el desayuno, pero te he guardado algo en el horno, y puedo hacer los huevos como quieras.
Pedro, sorprendido de que hubiera pensado en él, asintió.
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