—No necesito pensar —dijo finalmente, antes de caer en la tentación de besarla una vez más—. Rafael Alfonso se casó suficientes veces por varios de nosotros.
Paula arqueó las cejas.
—¿Rafael Alfonso?
—Mi bisabuelo. Hace poco descubrimos que tuvo unas cuantas esposas. También averiguamos que tenía un hermano gemelo.
Aquella información despertó el interés inmediato de Paula, que bajó las piernas del sofá y se inclinó hacia adelante. La camisa se le abrió, dejando a la vista su escote y el arranque de la tela rosa del sujetador. Pedro no pudo evitar deslizar la mirada hasta ese lugar y fijarse en su aterciopelada piel dorada. Se vio quitándole el sujetador, besándole los senos, recorriendo con su lengua…
—¿Sí?
Pedro parpadeó y alzó la vista a su rostro. Los ojos de Paula brillaban de curiosidad. Como a su familia, a ella también le gustaban las historias de familiares remotos. Una vez había conocido a los Alfonso de Atlanta, descendientes del tío gemelo Eduardo, Marcos había hecho lo posible por descubrir toda la historia y sus pesquisas le habían conducido a Pamela. Así que el viaje no había sido en balde.
—¿Qué? —preguntó para irritarla.
Le encantaba la manera en que curvaba los labios y fruncía el ceño cuando se ofendía, así como la actitud expectante que mantenía en aquel momento. Lo único que no le gustaba era que llevara mallas. Por la forma en que lo miró, supo que había logrado su objetivo.
—Háblame del gemelo de tu bisabuelo —dijo, resoplando de impaciencia.
Pedro pensó que le contaría lo que fuera necesario para conseguir su interés al tiempo que podía observarla a placer.
—Hace algo más de un año descubrimos que nuestro bisabuelo Rafael tenía un hermano gemelo llamado Eduardo.
—¿No lo sabía ninguno de ustedes?
—No. El bisabuelo Rafael siempre nos hizo creer que era hijo único. Una de las búsquedas en la genealogía de los Alfonso de Atlanta confirmó que Rafael y Eduardo eran gemelos, y que Rafael se había convertido en la oveja negra de la familia al huir con una mujer casada. Finalmente, cinco esposas más tarde, se estableció en Denver.
Pedro hizo una pausa cuando sintió acelerársele la sangre al deslizar la mirada hacia los pies desnudos de Paula y descubrir que tenía las uñas pintadas de rosa. No comprendía qué le pasaba. Era la primera vez que unas uñas le resultaban eróticas. Aunque quizá se debía a que, en el recorrido, había vuelto a pasar por su pecho. Cuando, tras recorrer el camino inverso, la miró a la cara, vió que lo observaba con los ojos entornados.
—Estoy segura de que es una historia apasionante —dijo.
Pedro asintió.
—Desde luego, y puede que algún día te la cuente.
Pedro se irritó consigo mismo. Aunque había decidido no llamar a la agencia de colocación, debía tener cuidado, y no tenía sentido hacer referencia a «algún día», como si quisiera hacerle creer que tenía intención de compartir con ella secretos familiares. Se puso en pie, consciente de que había dicho demasiado y había pasado demasiado tiempo con ella. Sólo entonces se dio cuenta de que llevaba puesto el sombrero. Se lo quitó bruscamente. Definitivamente, aquella mujer lo ofuscaba, y eso no le gustaba.
—Voy a ducharme y a picar algo —dijo, a la vez que se preguntaba qué necesidad tenía de contarle sus planes cuando no eran de su incumbencia.
—Te he preparado la cena, Pedro —dijo ella, haciendo que detuviera en seco.
Sólo la pagaba para hacer el desayuno y el almuerzo. Los hombres cenaban en sus casas y él solía ir al restaurante de Penney o a casa de alguno de sus hermanos.
—No tenías que haberte molestado.
—Lo sé, pero yo también tenía que tomar algo —explicó ella.
—Como quieras —dijo él, consciente de que estaba actuando como un maleducado.
Después de pasarse el día cocinando para sus hombres, se había molestado en hacerle la cena cuando no entraba dentro de sus funciones. Al llegar a la puerta se volvió. Paula parecía abstraída en sus pensamientos, como si tratara de imaginar qué había sucedido con Rafael Alfonso. Había vuelto a acurrucarse en el sofá y tras cada sorbo de vino, se pasaba la punta de la lengua por el labio superior. Pedro que el cuerpo le ardía de deseo.
—¿Paula? —cuando ella giró la cabeza, añadió—: Gracias por la cena —y se fue.
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