Pedro no supo cómo explicar la corriente que le recorrió la espalda en cuanto sus labios tocaron los de Paula. El dulce sabor de su boca le empujó a explorarla vorazmente con su lengua. Cuando le soltó la mano para ponerla en la parte baja de su espalda, cambio de posición para ajustarse a ella y el incendio se propagó por todo su cuerpo. Una pulsante energía lo recorrió de arriba abajo, provocándole una intensa erección. Se dijo que lo que estaba sucediendo era producto de su imaginación, pero sabía que se trataba de un magnetismo sexual tan devastador que no podría hacer otra cosa que satisfacerlo. Quería que ella sintiera lo mismo, y al sentir que su lengua buscaba la de él, supo que lo había conseguido. Con sus manos le masajeó la espalda posesivamente antes de bajarlas a sus nalgas. Paula gimió y se aproximó a él. Sus torsos, sus caderas, sus bocas parecían selladas. Sus lenguas se movían frenéticamente. Pedro había dicho que estaba sexualmente hambriento y estaba demostrando hasta qué punto decía la verdad. Ella lo volvía loco. Con sus manos recorrió su cuerpo para familiarizarse con sus curvas, haciéndole sentir al mismo tiempo su sexo en erección entre los muslos como si buscara cobijo en ella. Oyó los gemidos que escapaban de la garganta de Paula y profundizó su beso. Tuvo la tentación de echarla sobre la mesa de la cocina y poseerla allí mismo hasta quedar extenuados.
—Podemos volver en otro momento.
La frase hizo que se separaran de un salto, como dos niños pillados con las manos en la caja de galletas. Actuando movido por una mezcla de enfado y de sentimiento protector, Pedro se puso delante de Paula para ocultarla, mientras lanzaba una mirada incendiaria a sus hermanos, Tomás y Federico, y a su primo Juan.
—¿Qué demonios están haciendo aquí?
—Tenemos una reunión contigo a las siete —dijo Federico, sonriente—. ¿Lo has olvidado?
—Lo comprendemos perfectamente —dijo Tomás. Era dos años más joven que Pedro y tenía fama de lengua afilada.
—No pasa nada, Pepe —añadió Juan—. Pero estaría bien que nos presentaras.
—Es verdad —dijo Tomás sonriendo—. ¿Por qué la escondes?
Dejando escapar una maldición entre dientes, Pedro se dió cuenta de que tenían razón. Dió un paso lateral y vió la reacción que causaba en los tres hombres ver a Paula. Aunque los adoraba, en aquel momento hubiera querido estrangularlos.
—Paula, éstos son mis hermanos, Tomás y Federico, y mi primo Juan —dijo—. Chicos, les presento a Paula Chaves, mi cocinera.
Paula no se había sentido tan avergonzada en toda su vida, pero consiguió articular un saludo.
—Encantada —dijo.
Y estrechó la mano de los tres al tiempo que observaba el parecido entre todos ellos. Rasgos marcados, mandíbula firme, ojos marrones, hoyuelos al sonreír… Eran todos guapísimos, pero Paula dedicó especial atención al hombre que había robado el corazón a su mejor amiga.
—Bien, se acabaron las presentaciones —dijo Pedro con firmeza—. Vayamos al despacho.
—Pueden reunirse ustedes —dijo Tomás, que no había llegado a soltar la mano de Paula—. Yo me quedo con ella. Me han dicho que haces unos huevos revueltos espectaculares.
Pedro echó la cabeza hacia atrás y suspiró antes de mirar a su hermano con severidad.
—No te sobrepases, Tomás.
Tomás dedicó una sonrisa maliciosa a Paula.
—¿Qué te parece si vengo a desayunar mañana?
Paula se limitó a asentir y siguió con la mirada a los tres hombres mientras salían.
—Y eso es todo —dijo Juan—. Ayer hablé con Fernando y con Matías y los dos están entusiasmados con la idea de expandirse hacia Colorado.
Pedro asintió. Fernando Alfonso y Matías Quinn eran sus primos. Los dos vivían en Montana y eran dueños de M&F, una empresa de cría y doma de caballos muy próspera. Acababan de ofrecer a Tomás, Federico y Juan que se unieran a ellos. Los tres habían acudido a Bozeman para pasar tres semanas con sus primos y sus familias, aprendiendo el oficio y decidiendo si les interesaba formar parte del proyecto. Los tres eran grandes jinetes y Pedro había asumido que aceptarían la propuesta.
—Así que están decididos —comentó mientras echaba una ojeada a un informe sobre la situación de la compañía.
—Sí. Y hemos pensado que como nuestras propiedades son contiguas podemos unirlas para compartir pastos. Lo único que nos preocupa es quitarte terreno para tus ovejas.
Pedro asintió con la cabeza agradeciéndoles su consideración. Las ovejas requerían mucho pasto y sus hermanos y primos siempre le habían cedido terreno generosamente para que su ganado pudiera pastar. Por el momento, no tenía intención de aumentar el número de rebaños que poseía.
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