Varias horas más tarde lograron llegar al dormitorio. El mayor obstáculo lo constituyeron las escaleras. Era la primera vez que Pedro, normalmente conservador, hacía el amor en ellas. Pero con Paula, todo era excepcional.
Pedro recordaba cada detalle mientras yacía despierto, con Paula dormida literalmente sobre él. Recordó que la había recibido con una mezcla de enfado y de deseo, un deseo que se había visto exacerbado al verla entrar con las piernas desnudas. Para combatirlo, había pasado a atacarla, pero la estrategia no había servido de nada. Sonrió. Sólo pensar en la escena le hacía sentirse excitado nuevamente, pero reprimió la tentación de despertarla. Ella necesitaba descansar. Era la mujer más apasionada que había conocido en su vida. Había respondido a cada uno de sus avances con una fuerza que lo había dejado sin aliento; lo había arrastrado hasta las más elevadas alturas, y sólo había caído exhausta cuando su mutuo deseo había estallado al unísono en una gigantesca descarga. Desde entonces no se había movido, y sus cuerpos seguían íntimamente acoplados. Aspiró su aroma. Sus senos se aplastaban contra su pecho, y sus piernas se entrelazaban con las suyas. Cerró los ojos y se quedó dormido. No estaba seguro de cuánto tiempo había dormido, pero cuando abrió los ojos encontró ante sí un par de increíbles ojos oscuros. En cuanto supo que Paula estaba despierta, su cuerpo despertó, y su sexo recuperó la erección en el interior de ella.
Paula lo miró con expresión apasionada mientras los dos notaban cómo su cueva iba acomodándolo, y cuando sus músculos empezaron a apretarlo, Pedro supo que debía empezar a moverse. Lentamente acarició la espalda de ella, disfrutando del tacto de terciopelo de su piel, y súbitamente, la giró y se colocó sobre ella. Paula le rodeó las caderas con las piernas y sonrió, preparada una vez más para recibirlo. Pedro se preguntó de dónde sacaría la energía dado el número de veces que habían hecho el amor a lo largo de la noche. Cuando empujó hacia el interior, el gemido que escapó de la garganta de Paula prendió en él una llama, y comenzó a moverse al tiempo que elevaba las caderas de Paula para hacerle sentir plenamente sus envites. Cada uno de ellos era preciso, medido, calculado para hacerla gozar.
—Pedro —susurró ella una y otra vez mientras sacudía la cabeza contra la almohada.
—Mírame, Paula —pidió él con voz entrecortada.
Cuando ella lo miró, Pedro se sintió consumir por un fuego interior que lo impulsó a acelerar, a moverse atrás y adelante, poseyéndola con el frenesí que lo dominaba. Paula podía sentir cada uno de sus músculos electrizarse, percibía cada vena de su cuerpo, se estremecía con cada empuje. Pedro siguió adentrándose más y más profundamente en su interior, y cuando se inclinó para besarla, ella sintió una explosión que, arrancando desde el centro de su cuerpo se proyectó hasta las puntas de los dedos de sus pies y de sus manos, y estrechó el lazo con el que rodeaba a Pedro para mantenerlo atrapado en su interior. Jamás había experimentado nada igual. Se asió a sus hombros mientras él imitaba con su lengua los movimientos de su sexo. Su cuerpo la dominaba y le pedía más, como si no quisiera que aquel frenesí acabara; sus caderas se alzaron como si tuvieran voluntad propia para ofrecerse a él. Su deseo era insaciable, desesperado; no había nada trivial en lo que sentía. De pronto tuvo la sensación de precipitarse en un abismo de placer en el que se oyó repetir el nombre de Pedro una y otra vez al tiempo que experimentaba un clímax que hizo que el mundo se tambaleara a su alrededor. Y cuando él echó la cabeza hacia atrás y dejó escapar un prolongado gemido, volvió a estallar para acompañarlo en otro enfebrecido orgasmo. Pedro la abrazó con fuerza, Cada milímetro de sus cuerpos quedó en contacto y Paula se sintió plena, saciada, feliz. Y cuando volvió a besarla, tuvo la certeza de que lo que sentía era tanto físico como emocional.
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