Tenía que admitir que las cosas no estaban saliendo de acuerdo a sus planes. Se había sentido atraída hacia él desde el principio, así que eso no la había sorprendido, pero sí el grado de tensión que se creaba cada vez que estaban en la misma habitación. O el hecho de que tuviera pensamientos libidinosos cada vez que lo veía. En su trabajo conocía a menudo a hombres atractivos, pero ninguno había despertado en ella ese tipo de interés. ¿Cómo iba a poder vivir bajo su techo si la asaltaban constantemente imágenes sexuales? Y lo peor era que el beso la había convertido en una adicta al sabor de Pedro y a su masculina fragancia. Recordó lo que él había dicho sobre no compartirla con ninguna otra persona y suspiró profundamente. Pedro estaba permeando sus emociones de una manera inesperada. Era un hombre capaz de cuidar de sí mismo y de los demás, tal y como había demostrado con sus hermanos. Podía ser brusco, pero era evidente que no tenía un ápice de egoísmo. Saberlo, la conmovía, y ése era un sentimiento que la aterrorizaba. Él compartía muchas características con su padre, especialmente las relacionadas con el sentido del deber y la honradez. Lo había visto en la forma en que trataba a sus hombres y a sus hermanos. Dio otro sorbo al vino. Tenía que llamar a Sofía para contarle que había conocido a Federico y que era un encanto. Todos los Alfonso eran especiales, pero Pedro era el único que le aceleraba el corazón. Quizá lo mejor sería desistir de que fuera la portada de la revista. Aquella misma noche le diría la verdad y se marcharía. Claro que, si lo hacía, lo dejaría en un atolladero, pues sus hombres se quedarían sin desayuno y sin almuerzo. Además, ella no se daba por vencida tan fácilmente, así que, por más difíciles que se pusieran las cosas, no arrojaría la toalla. Dejó la copa sobre la mesa de café al oír que sonaba su móvil. Lo sacó y sonrió al reconocer el número.
—Papá, ¿cómo estás?
—Perfectamente. ¿Se pude saber dónde estás, Paula?
Paula rió quedamente. Sólo al llegar a la universidad se había dado cuenta de que era un hombre excepcional. Había entrado en la política cuando ella terminó la secundaria, y ya había cumplidos tres mandatos como senador. Juraba que aquél sería el último, pero ella lo conocía demasiado bien como para creerlo. Siempre la había animado a hacer en la vida aquello que la apasionara. Lo único que le había exigido era que trabajara los veranos para los más desfavorecidos. Y ella siempre se lo había agradecido.
—Por el momento estoy en Denver.
—¿Y cuándo vuelves a casa?
Paula arqueó una ceja. Para ella, aunque su padre vivía en Washington como senador, la única «casa» era Tampa.
—No estoy segura. ¿Por qué?
Tras una pausa, su padre explicó:
—Voy a pedirle a Diana esta noche que se case conmigo, y si me acepta, quería celebrarlo contigo.
Paula sonrió de oreja a oreja. Su padre salía desde hacía años con la juez Diana Ramírez, una divorciada de cincuenta y un años con una hija y un hijo en la veintena, y llevaba tiempo esperando a que su padre diera el paso.
—¡Es maravilloso, papá! Enhorabuena. Siento no estar con ustedes, pero dile a Diana que estoy encantada.
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