Diez minutos más tarde metía el teléfono en el bolsillo sin dejar de sonreír. Por fin su padre se comprometía con alguien y no sólo con la política. Durante años se había preguntado por qué no había vuelto a casarse, pero por lo que contaban sus abuelos, había estado muy enamorado de su madre, y ninguna otra mujer le había robado el corazón. Diana había conseguido lo imposible.
—¿Después de tanto trabajar todavía sonríes?
Sobresaltándose, Paula miró hacia la puerta y vió a Pedro en el umbral. Para disimular su nerviosismo, tomó la copa de vino y bebió mientras pensaba cómo contestar. Debía tener cuidado de no nombrar a su padre. Cualquier dato bastaría para que él averiguara su identidad en Internet.
—La sonrisa es por un amigo que está a punto de pedirle a su novia que se case con él.
Pedro cruzó la habitación y se sentó frente a ella. A Paula le sorprendió que quisiera dedicarle tiempo cuando, desde el beso, había evitado coincidir con ella.
—Supongo que el matrimonio hace feliz a algunas personas.
Paula dió otro sorbo sin dejar de mirar a Pedro, aunque intentando no notar lo atractivo que estaba, relajado, con las piernas estiradas delante de sí, con vaqueros y botas gastadas. Y se preguntó si sabría que todavía llevaba el sombrero puesto.
—Asumo que tú no entras en esa categoría —comentó.
—No. Pienso permanecer soltero el resto de mi vida.
—Así que eres de ésos que piensa que el matrimonio es absurdo.
—¿Y tú de las que piensas que no lo es?
—Yo he preguntado primero.
Pedro habría querido ignorar la pregunta, entre otras cosas porque ni siquiera sabía qué estaba haciendo cuando llevaba todo el día haciendo lo posible para que sus caminos no se cruzaran. No le había gustado la actitud de sus hermanos y de su primo, y confiaba en haberles convencido de que no había nada entre Paula y él.
—Tómate tu tiempo si necesitas pensar —dijo ella.
Pedro la miró con expresión seria. Estaba tratando un tema que se tomaba muy en serio. No se trataba de que tuviera un problema con el matrimonio en sí mismo, ni que tras el fiasco de su boda hubiera jurado no volver a dejar que una mujer lo arrastrara al altar. La cuestión era que disfrutaba de su soltería, y podía imaginar que, tras tipos como Pablo, a ella le pasaría algo similar. Siguió mirándola y, pensando en el sarcasmo soterrado de sus últimas palabras, se dijo que se llevaría bien con sus hermanas, con las que compartía tener una lengua afilada. Ese pensamiento le hizo fijarse en sus labios y, tal y como le había pasado a lo largo del día, se arrepintió de haberla besado y de haber descubierto su delicioso sabor. También recordó la manera en que ella se había entregado, y la inoportunidad de la visita de sus hermanos.
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