—Gracias por una encantadora velada, Pamela. Es hora de que Paula y yo nos vayamos.
Paula lo comprendió al instante. O se quedaban a solas, o montarían un espectáculo delante de su familia.
Pamela miró el reloj.
—Pero si es muy pronto.
—Para nosotros, no —dijo Pedro, sonriendo.
Aquella noche, Pedro contemplaba a Paula mientras dormía. Apenas habían entrado en la casa se habían desnudado el uno al otro con una ansiedad que les impidió llegar al dormitorio. Una vez más, usaron el sofá. En cuanto estuvo en el interior de Paula, todas las compuertas que había mantenido cerradas las últimas horas se abrieron de golpe. Le había hecho el amor con una intensidad que lo había sobrecogido. Ella lo había recibido con una ansiedad equiparable, retorciéndose contra él, saliendo al encuentro de cada uno de sus embates como si su vida dependiera de ello. Le había clavado las uñas y en más de una ocasión le había mordido. Él había gruñido al tiempo que aceleraba el ritmo. Paula le pidió más y se lo dió. Se había convertido en una gata salvaje que sabía el grado de placer que quería experimentar y que exigía que se lo diera. Y cuando alcanzaron un orgasmo de dimensiones cósmicas, sólo un hilo mantenía a Pedro asido a su cordura. En el momento en que el placer le partió el alma en dos, supo que aquél no era sexo normal, que no había nada ordinario en su unión, que jamás había experimentado nada igual. Y en aquel instante adivinó por qué. Por primera vez en su vida quería mantener una relación seria con una mujer porque lo que sentía por Paula no era meramente sexual. Por los rumores que había oído, también sus hombres iban a echarla de menos, y no sólo como cocinera, sino como persona. Paula había sabido ganarse su confianza y los trabajadores acudían a cada comida con la expectativa de verla. Pero por mucho que la echaran de menos, nada podría compararse con lo que él sentía. En dos semanas le había llegado al corazón, haciéndole sentir una plena satisfacción cuya razón última sólo comprendió en aquel instante. Agachó la cabeza para besarle la frente. Amaba a aquella mujer y quería conservarla. Cabía la posibilidad de que a ella no le interesara mantener una relación seria, pero él haría lo que hiciera falta para hacerle cambiar de opinión. Había llegado el momento de aplicarse a sí mismo el consejo que le había dado a Marcos. Si sabía lo que quería, no tendría perdón que no lo consiguiera. Tenía un objetivo: al año siguiente, por aquellas mismas fechas, Paula ocuparía un lugar permanente en su cama, como su esposa.
—¿Estás bien, Paula?
Paula miró a Pedro. No lo estaba. Despedirse de sus trabajadores le había roto el corazón, y no había logrado contener las lágrimas cuando le dieron un regalo de despedida.
—Sí. No me pasa nada —mintió.
Pedro la había ayudado a recoger después del almuerzo. Luego, había preparado una bolsa de viaje y, al salir, había descubierto una gigantesca autocaravana en la puerta. Él le había contado que los rancheros se habían modernizado y ya no acampaban al aire libre, pero su autocaravana era especialmente lujosa. Sus hombres ya habían llevado el ganado a las tierras altas, que lindaban con la propiedad de Marcos. Hasta ese momento, Paula no era consciente de la enormidad del terreno que poseían los Alfonso.
—Los hombres van a echarte de menos.
—Y yo a ellos.
—Y yo a tí, Paula.
Paula miró a Pedro, que al apagar el motor se volvió hacia ella. Al instante, el aire se cargó de electricidad.
—Yo también te voy a echar de menos, Pedro.
Él se inclinó y ella lo imitó para encontrarlo a mitad de camino. Pedro le pasó la lengua por el labio inferior.
—Bajemos. Quiero enseñarte el terreno antes de que se haga de noche.
Pasearon de la mano cerca de las ovejas, que pastaban. Ramiro Overton, los saludó al verlos.
—Ya que estás aquí, jefe, me voy antes de que empiece la fiesta.
Su hijo mayor acababa de licenciarse y su mujer había organizado una celebración en su honor.
—Claro, Ramiro. Dale la enhorabuena a Ramiro Jr. Sé lo orgullosos que Nadia y tú están de él.
—Gracias, Pedro —dijo Ramiro con una sonrisa de oreja a oreja. Luego miró a Paula y añadió—: Como le hemos dicho hoy al mediodía, vamos a echarla de menos.
—Gracias, Ramiro —dijo ella.
Lo siguieron con la vista mientras se subía a su furgoneta y se marchaba.
—Ramiro no suele encariñarse con facilidad. Es evidente que le caes bien —dijo Pedro, tomándola por la cintura.
—Él a mí también —dijo ella, apoyando la cabeza en su hombro—. Me caen bien todos tus trabajadores.
Pedro le mostró los cuatro perros que dirigían el ganado y que avisaban si alguna se salía del rebaño. Tras mostrarle los pastos en los que las ovejas pasarían los siguientes meses, volvieron a la autocaravana para tomar un sándwich. Al atardecer, sacaron dos sillas plegables para sentarse en el exterior y contemplar las estrellas. Un poco después, extendieron una manta en la hierba e hicieron el amor bajo el cielo de Colorado. Cuando refrescó, volvieron al interior, se ducharon e hicieron de nuevo el amor.
—Sí. No me pasa nada —mintió.
Pedro la había ayudado a recoger después del almuerzo. Luego, había preparado una bolsa de viaje y, al salir, había descubierto una gigantesca autocaravana en la puerta. Él le había contado que los rancheros se habían modernizado y ya no acampaban al aire libre, pero su autocaravana era especialmente lujosa. Sus hombres ya habían llevado el ganado a las tierras altas, que lindaban con la propiedad de Marcos. Hasta ese momento, Paula no era consciente de la enormidad del terreno que poseían los Alfonso.
—Los hombres van a echarte de menos.
—Y yo a ellos.
—Y yo a tí, Paula.
Paula miró a Pedro, que al apagar el motor se volvió hacia ella. Al instante, el aire se cargó de electricidad.
—Yo también te voy a echar de menos, Pedro.
Él se inclinó y ella lo imitó para encontrarlo a mitad de camino. Pedro le pasó la lengua por el labio inferior.
—Bajemos. Quiero enseñarte el terreno antes de que se haga de noche.
Pasearon de la mano cerca de las ovejas, que pastaban. Ramiro Overton, los saludó al verlos.
—Ya que estás aquí, jefe, me voy antes de que empiece la fiesta.
Su hijo mayor acababa de licenciarse y su mujer había organizado una celebración en su honor.
—Claro, Ramiro. Dale la enhorabuena a Ramiro Jr. Sé lo orgullosos que Nadia y tú están de él.
—Gracias, Pedro —dijo Ramiro con una sonrisa de oreja a oreja. Luego miró a Paula y añadió—: Como le hemos dicho hoy al mediodía, vamos a echarla de menos.
—Gracias, Ramiro —dijo ella.
Lo siguieron con la vista mientras se subía a su furgoneta y se marchaba.
—Ramiro no suele encariñarse con facilidad. Es evidente que le caes bien —dijo Pedro, tomándola por la cintura.
—Él a mí también —dijo ella, apoyando la cabeza en su hombro—. Me caen bien todos tus trabajadores.
Pedro le mostró los cuatro perros que dirigían el ganado y que avisaban si alguna se salía del rebaño. Tras mostrarle los pastos en los que las ovejas pasarían los siguientes meses, volvieron a la autocaravana para tomar un sándwich. Al atardecer, sacaron dos sillas plegables para sentarse en el exterior y contemplar las estrellas. Un poco después, extendieron una manta en la hierba e hicieron el amor bajo el cielo de Colorado. Cuando refrescó, volvieron al interior, se ducharon e hicieron de nuevo el amor.