martes, 27 de noviembre de 2018

No Quiero Perderte: Epílogo

–Casi sospecho que intentas mantenerme alejada de nuestra casa –Paula miro a su marido con suspicacia.

Después de casi seis meses de matrimonio él todavía la intrigaba en ocasiones. Habían estado paseando por San Francisco toda la tarde, desde el Presidio, a través de Fisherman´s Wharf, y él seguía encontrando nuevos lugares para ir.

–¿Yo? Sólo pretendía comprarte un par de pendientes. ¿Es un delito? –Pedro la miró divertido.

–Ya me has comprado un vestido nuevo, un par de zapatos, lencería provocativa y medias de seda con liga de encaje. Cualquiera pensaría que intentas vestirme para una ocasión especial.

–Me gusta ir de compras a veces. El negocio ha ido tan bien últimamente que ¿por qué no disfrutar de los beneficios?

–Agradezco la generosidad, y estoy muy orgullosa de tu éxito, pero estoy preparada para volver a casa –en su nueva casa quedaban muchas cosas por hacer pero ya se había convertido en un santuario para ellos. En lo alto de una colina, con un jardín pequeño y una vista incomparable de la bahía, prometía ser el lugar perfecto cuando terminaran la reforma.

–Bueno, si insistes –Pedro sonrió de forma misteriosa.

Paula se detuvo de golpe.

–¿Me das permiso para ir a casa?

–Claro, ¿Por qué no? –sonrió–. Podemos ir y relajarnos con una copa de vino. Mañana es domingo.

–Uf –Paula se recolocó una bolsa en el hombro. Pedro llevaba las otras tres–. Empezaba a pensar que me ibas a hacer caminar todo el fin de semana por la ciudad.

–Pero primero una cosa. Tenemos que pasar por mi oficina de camino.

Paula suspiró.

–Sabía que habría algo más.

–He olvidado un papel importante –el brillo de su mirada la hizo sospechar–. Pero no te preocupes, tomaremos un taxi.

Pedro le dijo al taxista que esperara en la puerta del edificio donde tenía la oficina en la tercera planta. Una vez dentro, Paula se sorprendió al encontrar una botella de champán enfriándose en una cubitera.

–¿Quién ha puesto esto aquí? –tocó las gotas de agua que escurrían por el cubo–. Está helado.

–¿Y qué más da? –Pedro abrió la botella y sirvió dos copas–. Bebamos.

Paula miró a su alrededor. Todo lo demás parecía igual. Aceptó la copa y bebió un sorbo.

–Mmm, está delicioso.

–Estoy de acuerdo. Es lo que recomienda el médico después de un largo día de compras. Ahora, cámbiate de ropa.

–Estás muy mandón de repente. ¿Qué pasa?

Pedro se encogió de hombros.

–Llevaré las bolsas a la sala de conferencias para que tengas un poco de intimidad –agarró las bolsas y las llevó.

–¿Intimidad? –Paula frunció el ceño–. Estamos casados.

–Lo sé. Dímelo si necesitas ayuda con la lencería –con una pícara sonrisa, cerró la puerta y la dejó a solas con las compras.

Paula salió luciendo su vestido nuevo de color verde y él puso una gran sonrisa.

–Me habría quedado mejor con unos pendientes, pero no está mal.

–¡Pero bueno! –ella puso las manos en sus caderas–. ¿Qué pasa? ¿El taxi sigue esperándonos abajo? Si es así, vamos a tomarlo antes de que se vaya. No estoy segura de que pueda caminar ni dos pasos con estos zapatos.

–Entonces, vamos –Pedro la agarró del brazo y la guió escaleras abajo.

A pesar de que Paula le hizo un interrogatorio durante el trayecto a casa, no consiguió que le contara nada. Se detuvieron frente a la casa y ella no vio nada sospechoso.

–¿Por qué voy tan elegantemente vestida?

–¿Y por qué no? –Pedro pagó al taxista–. Vamos dentro a relajarnos –subió los escalones hasta la puerta y ella lo siguió–. Uy, me he olvidado la llave. ¿Tienes la tuya?

–Claro –frunció el ceño y buscó la llave en el bolso.

Pedro nunca se olvidaba ni perdía nada. Eso hacía que ella sospechara aún más. Metió la llave en la cerradura y la giró. Al empujar la puerta, un haz de luz la deslumbró y después vió que el salón de su casa estaba lleno de gente.

–¡Sorpresa!

Paula podía haberse caído por los escalones si Pedro no hubiera estado detrás para sujetarla.

–Es la celebración de nuestra boda –le susurró al oído–. Algunos meses más tarde, pero más vale tarde que nunca.

–Oh, Pedro –las lágrimas se agolparon en sus ojos al ver a sus amigas del instituto y de la universidad.

¡Incluso estaban su antigua niñera y compañeros de la guardería! Toda la gente que habría invitado a la boda si hubiese tenido tiempo de anunciarles que se iba a casar. Su padre dió un paso adelante y la besó en la mejilla.

–Estás preciosa, cariño.

–Gracias. Todo es culpa de Pedro –se secó una lágrima y levantó la vista–. ¡Las paredes están pintadas!

Pedro y ella habían estado pintando, emplasteciendo, lijando y barnizando durante varios fines de semana. Él había insistido en hacer casi todo el trabajo y no permitió que ella pagara por nada. Como resultado, la reforma parecía que iba a tardar una década en terminarse. De pronto, todo parecía perfecto.

Pedro la abrazó y dijo:

–Hoy he traído a un equipo. Quince chicos en total. Me prometieron que terminarían todo en una tarde, y parece que han cumplido con su palabra –guió a Paula hasta el salón, donde las paredes tenían un color amarillo pálido tal y como ella quería.

–Es precioso.

Saludaron a los amigos y hablaron, rieron, bebieron y comieron. Después, bailaron en la terraza hasta que sol empezó a salir por el horizonte. Pedro la agarró y la volteó. Después la abrazó con fuerza.

–¿Me perdonas por haberte tenido toda la tarde desconcertada?

–Te perdono, mi amor. Te perdono por todo.

La risa y las lágrimas se mezclaron en un beso apasionado que los trasladó a su mundo particular.




FIN

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