martes, 27 de noviembre de 2018

No Quiero Perderte: Capítulo 43

–Lo ves. No lo necesitabas. Lo único que necesitabas era confiar en tí mismo.

–Y tenerte a mi lado.

–Literal y figuradamente –permanecieron piel con piel sobre la cama–. Y creo recordar que estábamos en medio de algo antes de que me interrumpieran.

–Te pido disculpas por la interrupción –Pedro la besó en el cuello–. A partir de ahora, el placer irá antes que los negocios, al menos por hoy. Te quiero. Y estoy loco por tí.

–Ya lo veo –susurró ella contra su cuello–. Yo también estoy loca por tí. He de estarlo para aceptar estar contigo después de todo lo que ha pasado.

–Te compensaré por ello –le mordisqueó el cuello–. Empezando ahora mismo.

La acarició y la besó mientras ella se retorcía en la cama. Cuando estaba a punto de gemir por la intensidad del deseo, Pedro la penetró, despacio y con cuidado.

–Bienvenido a casa –susurró ella–. Te he echado de menos.

–No vuelvas a dejarme –Pedro ocultó el rostro contra el cuello de Paula–. No podría soportarlo.

–Yo tampoco –susurró ella–. Quizá podríamos quedarnos aquí para siempre.

Se movieron al unísono, disfrutando de sus cuerpos hasta que el sol se ocultó. Entonces, descansaron un rato para cenar algo antes de continuar dándose placer.



Pasaron dos días antes de que decidieran regresar a San Francisco.

–Supongo que la flexibilidad horaria es una de las ventajas de tener tu propio negocio –dijo Paula mientras metía la maleta en el coche–. Puedes tomarte días libres cuando quieras.

–Siempre que estés conmigo –Pedro la besó y cerró el maletero–. Odio que tengamos que volver en dos coches. Iré detrás de tí todo el camino.

Ella se rió.

–Parece que me estás retando a que te dé esquinazo.

–Inténtalo. Esta vez no permitiré que pase. Además, necesito que tomes las fotos de mi nuevo cliente.

–Bueno, si es por un compromiso profesional tendré que comportarme.

Pedro frunció el ceño.

–No has vuelto a ponerte el anillo de boda.

–¿Eso hace que sea mala esposa?

–Indudablemente. Pero puesto que la última vez te presioné para que te los pusieras, te daré los anillos para que hagas lo que quieras con ellos –metió la mano en el bolsillo y sacó los dos anillos.

–Quiero ponérmelos –dijo ella con convicción–. Me alegro de ser tu esposa y quiero que todo el mundo lo sepa –se puso los anillos y se mordió el labio–. Tengo que hablar con mi padre. Quizá pensaba que intentaba ayudarme, pero no está bien que se haya entrometido así.

–Quizá no nos hubiésemos conocido si no hubiera pasado esto.

–Lo sé, pero me trata como a una niña. ¿Por qué no podía habernos presentado y esperado a ver qué pasaba? –entornó los ojos–. ¿O habrías estado menos interesado sin el incentivo inicial?

–No –Pedro la miró fijamente–. Supe que tenías algo especial desde el momento en que bailé contigo.

Paula puso una amplia sonrisa.

–La sensación fue mutua.

–Y tienes razón. Tu padre no debería inmiscuirse en tu vida. Eres una mujer adulta. Iremos a verlo esta misma tarde.

Paula tragó saliva.

–No tenemos que enfrentarnos a él…

–Sí. Tienes que hacerlo. Y yo también. Ha de saber que lo que hizo estuvo mal. Que no debería meterse en la vida de los demás. ¿Quién sabe lo que podría intentar en otra ocasión? Intentará dirigir nuestro matrimonio desde su despacho.

Paula se mordió el labio.

–Tienes razón. Tiene muy claro cómo deberían hacerse las cosas. Intentará elegir nuestra vajilla y exigirá que nuestros hijos tengan el nombre de los antepasados de mi familia. Es una tradición familiar. Yo me llamo así por Paula Chaves MacBride, nacida en 1651. Hemos de detenerlo antes de que insista en que llamemos Miguel a nuestro hijo.

Pedro sonrió.

–Eso es un asunto muy serio. Vamos a ello.

Una vez en la ciudad, dejaron las cosas en casa y se dirigieron a la mansión de los Chaves. Pedro quería ir allí antes de que Paula se pusiera nerviosa y se echara atrás. Llamaron al ama de llaves y confirmaron que su padre estaba en casa, trabajando en el estudio. Paula le dijo que no le dijera nada acerca de la visita.

–Estará muy enfadado por lo de la prensa –dijo Paula mientras subían los escalones hasta la mansión.

–Se recuperará –Pedro le acarició la espalda–. Sé fuerte.

Lidia, el ama de llaves, abrazó a Paula y estuvo a punto de llorar de felicidad al verla.

–Estábamos tan preocupados. Los periódicos decían que habías desaparecido –miró a Pedro–. Has de tener más cuidado con Paula.

–Tranquila, lo haré –dijo él.

Lidia le dedicó una sonrisa y los guió al piso de arriba. Paula llamó a la puerta del despacho de Miguel Chaves y entró con la barbilla bien alta cuando él dijo:

–Adelante.

–Hola, papa –Pedro notó que Paula dudaba un instante.

–Has regresado –Miguel frunció el ceño, se puso en pie y rodeó el escritorio–. Me alegro de que estés bien –miró a Pedro y éste se forzó para permanecer callado.

Ella miró a su padre fijamente.

–¿Por qué necesitabas pagar a alguien para que se casara conmigo?

–Quería verte cómodamente asentada.

–¿Y creías que eso no sucedería nunca sin un incentivo económico? –Paula ladeó la cabeza.

–Tienes veintinueve años. Empezaba a preocuparme.

–De que me convirtiera en una vergüenza para tí. De que la gente comentara que Paula Chaves se estaba haciendo mayor y que nadie quería casarse con ella.

–Por supuesto que no. Yo… –su padre se quedó sin habla por un momento.

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