–Sí, lo hay –Paula frunció el ceño. Nunca se había sentido tan cómoda con un hombre, tan segura. Y desde luego nunca se había sentido deseable e interesante–. Lo noto.
Paula se fijó en los tres diamantes que brillaban en su dedo.
–¿Te casarás conmigo? –Pedro repitió la pregunta con una mirada de esperanza.
–Sí, lo haré –contestó ella con mezcla de terror y emoción. Pero también con el convencimiento de que estaba haciendo lo correcto.
Pedro la abrazó con fuerza. El calor de su cuerpo se mezcló con el de ella y, por primera vez en su vida, desde que su madre murió, se sintió completamente protegida y cuidada. Y amada.
Mientras cruzaban el Golden Gate Bridge en el coche de Pedro, Paula miró hacia la ciudad que habían dejado atrás. Cuando regresara, sería una mujer casada. La señora de Pedro Alfonso. Iban a casarse justo al otro lado del puente, en Sausalito. Pedro quería que la boda se celebrara lo antes posible. Sin invitados, sólo ellos dos, y los gatos de Paula. Pedro había insistido en que los llevara, puesto que eran miembros de su familia. Uno de sus clientes era el propietario de un hotel que tenía una terraza con vistas a la ciudad y donde a menudo se celebraban pequeñas bodas. Él les había prometido encontrar a alguien que oficiara la boda, a un fotógrafo y a dos testigos.
Todo había sucedido muy deprisa. Y una boda sin amigos ni familia resultaba extraña. Aun así, Paula debía admitir que tenía sentido. No quería celebrar una gran boda del tipo que le hubiera gustado a su padre, de esas que se tardaban un año en organizar. Era mejor hacerlo de esa manera. Rápido y en privado. Curiosamente, su padre no había protestado al enterarse de su improvisado plan. No parecía demasiado sorprendido por la noticia, aunque, en realidad, le había presentado a Pedro con la esperanza de que Paula por fin encontrara pareja. ¡Al fin había conseguido hacer algo que su padre aprobaba! O al menos, lo haría muy pronto.
–Sausalito es un lugar divertido para ir. Aunque esté justo al otro lado del puente da la sensación de que uno está a miles de kilómetros de distancia –ese día, Pedro estaba más atractivo que nunca. Llevaba una camisa negra arremangada, unos vaqueros, y el cabello alborotado.
Ella no podía creer que estuviera sentada a su lado, rumbo a Sausalito para casarse. El anillo de diamantes todavía brillaba en su dedo. Paula no se lo había quitado desde que él se lo había probado.
–Podemos vivir en mi departamento hasta que encontremos un sitio. Pero creo que deberíamos comprar una casa, para que haya sitio suficiente y puedas montar un estudio. ¿Qué te parece?
–No sé qué pensar –sonrió ella–. Nunca he vivido en otra casa que no sea en la que vivo ahora. Estoy abierta a cualquier cosa. Siempre podría alquilar un estudio para mi negocio.
–De ninguna manera. Encontraremos una casa con un gran estudio para tí. Y es imprescindible que tenga vistas a la bahía, puesto que estás acostumbrada a tenerlas.
¿Cómo era de rico? Hablaba como si tuviera todo el dinero del mundo a su disposición. ¿O esperaba que ella comprara la casa nueva? Era extraño que estuvieran a punto de casarse y no hubieran hablado de los aspectos prácticos. Excepto por el acuerdo prematrimonial. Y normalmente ese tipo de acuerdos no tenían ni el valor del papel en el que se habían escrito. Si él no hubiera insistido ella no habría pensado en ello. ¿Si no podía confiar en su marido, en quién podría confiar? No permitiría que el dinero gobernara su vida.
Condujeron por las colinas de Gateway National Recreation Area, y después subieron por las calles empinadas de Sausalito. Pedro estacionó frente a un edificio de estilo mediterráneo con un jardín lleno de flores.
–La boda se celebra esta tarde a las seis así que tenemos tiempo de sobra para prepararnos.
–¿Esta tarde? –el pánico se apoderó de Paula.
Por algún motivo había pensado que tendría un par de días para… ¿Qué? Si iban a casarse era mejor que lo hicieran cuanto antes. Apenas había tenido tiempo de acostumbrarse a tener pareja y ya estaba a punto de ir hasta el altar. Era curioso cómo él había hecho todos los planes, y ella se lo había permitido.
Pedro salió del coche y lo rodeó para abrir la puerta de Paula. Cuando ella bajó, le temblaban las piernas. Él puso la mano en su espalda y ella se estremeció.
–Esta noche será nuestra noche de boda –la miró como sugiriendo varias posibilidades.
Paula pestañeó y suspiró.
–Así es.
Él le apretó la mano.
–No puedo esperar para convertirme en tu marido, Pau.
–Ni yo para ser tu esposa –le apretó la mano también y la felicidad inundó su corazón, apartando la inquietud–. ¿Pero qué voy a ponerme?
–Lo que quieras. Tenemos toda la tarde para comprar.
Aunque Paula dudaba acerca de su capacidad para elegir un vestido adecuado sin Marcela, encontró uno bastante rápido en una tienda cerca del muelle. El vestido blanco plateado se amoldaba perfectamente a las curvas de su cuerpo. Los zapatos de tacón de color azul cielo conjuntaban con el vestido. En una joyería, eligieron las alianzas para la ceremonia. Una vez en el hotel, recibió la visita de una peluquera que le recogió los tirabuzones en un moño. Se puso los pendientes de perlas y diamantes que habían elegido juntos. Pedro insistió en pagarlo todo y estaba encantado de ver que Paula se había transformado en una novia radiante.
–Estás preciosa –se acercó por detrás de ella mientras ella se daba el último retoque con el pintalabios.
Al ver su rostro reflejado junto al de ella en el espejo, Paula sonrió.
–Tú también estás estupendo –se fijó en la pajarita negra que llevaba. El esmoquin resaltaba su atractivo.
–Hacemos una buena pareja –la rodeó por la cintura.
–Y nos complementamos bien –se rió–. De hecho, preferiría no tener que salir de la habitación.
–Merecerá la pena –la besó en la mejilla–. Y tenemos toda la noche para celebrarlo –el tono de Pedro era prometedor–. ¿Estás preparada?
–Más preparada que nunca.
Cuando salieron a la terraza del hotel, una mezcla de pánico y emoción se apoderó de Paula. El sol iluminaba el cenador donde los esperaba el hombre que oficiaría la ceremonia.
Me da mucha pena lo que va a pasar cuando Pau se entere...
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