Bueno, y quizá ocasionalmente tras cerrar una importante operación financiera. Desde luego, no en un artículo que hablaba de que había pagado dinero para casar a su hija. Paula se habría reído, pero las lágrimas no paraban de rodar por sus mejillas. Ali se restregó contra su pierna y ella se agachó para acariciarla. Entonces, vió la nota que se había caído al suelo.
–No quiero ver la televisión, Ali. Sería peor. ¿Por qué no pueden dejarme en paz?
Paula se dirigió hacia una pequeña habitación donde había una televisión.
–Debo de ser masoquista. O idiota –dijo en voz alta mientras la encendía–. Estoy segura de que están pasando cosas más interesantes por el mundo aparte de que una heredera infeliz se haya escapado.
En el primer canal había anuncios publicitarios, en el segundo, un campeonato local y en el tercero un anuncio de anillos de circonita.
–¿Lo ves? Tengo un sentido exagerado acerca de lo importante que soy. Nadie se preocupa por mí.
«Excepto Pedro», pensó.
–Él el que menos –comentó en voz alta.
Entonces, se le ocurrió una idea. ¿La habría llevado él el periódico? ¿A quién más le iba a importar que recibiera el mensaje? Quizá estuviera allí fuera, escondido entre los viñedos, preparado para acercarse a ella y convencerla de que regresara a su cama. Nunca. Se cruzó de brazos. No volvería a acercarse a Pedro Alfonso.
Mientras el anuncio de los anillos continuaba en la pantalla, ella se preguntó si el anillo que Pedro le había regalado lo habría heredado de su abuela en realidad o lo habría comprado por televisión. Cuando uno se casaba con alguien por dinero, no tenía sentido regalarle nada valioso. Sin embargo, era un anillo bonito. Recordó cómo lo había tirado al suelo del restaurante, entre las migas. No podía creer que hubiera tenido valor de hacer aquello. ¡Y sin planificar! Estaba demasiado enfadada y ni siquiera pensó en el numerito que estaba montando. Probablemente tenía tanta culpa como él de que los periódicos hubieran publicado la historia. La oferta de anillos continuó con la de un aspirador. Y después comenzaron las noticias. «¡Apágalas!», pensó, pero no se movió.
–La heredera Paula Chaves sigue en paradero desaparecido, cinco días después de la dolorosa ruptura con su marido –en la pantalla apareció una foto horrible de ella.
¿Y por qué siempre tenían que referirse a ella como la heredera, y no como la fotógrafa Paula Chaves, o la ciudadana…? De pronto, Pedro apareció en la pantalla, igual de atractivo que siempre y vestido con un traje oscuro. Ella no pudo evitar suspirar.
–Sí –dijo Pedro junto al micrófono–. Estoy preocupado. Lleva fuera casi una semana. Nadie sabe nada de ella, por supuesto que estoy preocupado.
–¿Cree que es más vulnerable por el hecho de que sea una heredera?
Pedro parecía confuso.
–¿Cree que pueden haberla secuestrado? –preguntó el periodista.
–No creo, pero… –frunció el ceño–. Supongo que no podemos aventurar nada hasta que regrese. Por eso estoy tan desesperado por saber dónde está –se pasó la mano por el cabello–. Paula, por favor, estés donde estés, llámame. No sé qué hacer sin tí. Eres todo para mí.
La imagen se difuminó y se convirtió en un reportaje sobre pingüinos en el zoo. Paula permaneció mirando boquiabierta al televisor. Tenía la sensación de que Pedro hablaba en serio. Notó que su corazón se aceleraba y parecía que estaba a punto de estallar.
–¡No dejes que te haga esto! –exclamó en voz alta.
Pero ¿Y si de verdad pensaba que la habían secuestrado? No quería que se preocupara por ella. A lo mejor debía llamarlo y dejarle un mensaje en el contestador.
Un mensaje en el contestador. Así era como había comenzado todo aquello. ¿Por qué todo tenía que ser tan complicado?
Cuando llamaron al timbre se sobresaltó. No podía abrir con el rostro lleno de lágrimas. Aunque fuera el cartero, podía haber visto las noticias. No podría salir ni a comprar huevos sin que todo el mundo la mirara. Apagó el televisor. Llamaron de nuevo a la puerta, con insistencia.
–Vete –susurró.
–Paula–una voz grave invadió la estancia.
Era Pedro. Paula sintió que le flaqueaban las piernas.«No hables. Él no puede verte. Se marchará». Pero en el fondo deseaba abrir la puerta.
–Pau, ¿Estás ahí? Soy Pedro.
Ella cerró los ojos y trató de no respirar.
–Te echo muchísimo de menos. No he podido dormir desde que te fuiste.
Ella tampoco había dormido apenas. Le resultaba difícil dormir sola cuando estaba acostumbrada a tener a un hombre musculoso a su lado.
–He devuelto el dinero.
Ella alzó la barbilla. ¿Sería verdad?
–No lo quería. No puedo creer que lo aceptara. Estaba tan obsesionado con la idea de montar mi propia agencia que ni siquiera pensé en lo que significaría para tí.
–Porque pensabas que no lo descubriría –dijo ella, antes de poder contenerse.
–¡Estás ahí! –movió la manilla de la puerta–. Déjame entrar, por favor. Tengo que disculparme por miles de cosas.
–¿Y si no quiero oír tus disculpas? –dijo ella, conteniéndose para no abrir la puerta y lanzarse a sus brazos.
–Me alegro de que estés bien.
Paula no pudo contenerse más y se acercó a la puerta. A través de los cristales opacos podía ver la silueta de Pedro. Se detuvo un instante. Si abría la puerta y lo miraba, dejaría de pensar con claridad.
–¿Mi padre te pidió que le devolvieras el dinero?
–No. Me exigió que hiciera lo posible por recuperarte. No es un hombre que se plantee la opción de fracasar.
–Supongo que por eso estás aquí, entonces.
–¡No! Estoy aquí porque quiero que vuelvas a mi lado. Te necesito, Pau. Nunca imaginé que pudiera depender tanto de otra persona para ser feliz. Desde que te marchaste he sido un desdichado. Por favor, abre la puerta. No creo que pueda sobrevivir ni un instante más sin ver tu rostro.
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