Pedro había entrado en la sala y, al ver a una bella mujer, se había sentido fuertemente atraído por ella. El sentimiento era tan intenso que ni siquiera disminuyó cuando, al reconocerla, la rabia lo invadió por dentro. Había estado a punto de enfrentarse a ella allí mismo, delante de todos los miembros del comité Por desgracia, no había sido capaz de controlar la testosterona que provocaba un fuerte calor en su entrepierna. Pero, desde la adolescencia, había aprendido a controlar a sus hormonas, impidiendo que gobernaran su vida. En su opinión, un hombre no podía controlar ninguna situación a menos que pudiera controlarse a sí mismo. Y a Pedro le gustaba mantener el control. Tenía dos cosas claras: aquella mujer no tenía autoridad moral para ser profesora y, sin embargo, se había ganado la simpatía del comité. Era cierto que, si la hubiese conocido por primera vez, quizá no habría adivinado que tras esa cara angelical se escondía una arpía de primera clase. Pero a pesar de saber lo que aquella mujer era capaz de hacer, debía hacer un esfuerzo para que no le afectara la intensa mirada de sus ojos azules. No permitiría que la semilla de la duda germinara en su interior, y estaba seguro de que podría convencer a los otros miembros del comité de que bajo aquel vestido de bibliotecaria sexy, y detrás de aquella sonrisa, estaba la persona equivocada para el puesto de trabajo que ofrecían. Sin embargo, sería completamente imparcial y le daría la oportunidad de que ella misma lo demostrara. Se sentó tras la larga mesa y se fijó en su cabello brillante.
La última vez que la vió, lo que le llamó la atención no fue el color de su pelo sino lo que estaba haciendo: besar en público y de manera apasionada a su mejor amigo, un hombre casado. A pesar de todo, Pedro recordaba que el color de su cabello era rojizo. Fernando siempre se había sentido atraído por las pelirrojas pero se había casado con una rubia y, a pesar de que aquella mujer había intentado destrozar su matrimonio, seguía casado con ella. Continuó observando el rostro de la mujer que había estado a punto de destrozar el matrimonio de su amigo y sintió que un fuerte deseo se apoderaba de él. Sabía que su reacción era la respuesta primitiva de un hombre hacia una bella mujer. Fernando no se había percatado de ello, pero es que su amigo siempre había sido un romántico y frecuentemente confundía el sexo con el amor. La noche en cuestión, Fernando lo había seguido fuera del restaurante, alcanzándolo justo cuando estaba a punto de meterse en el coche.
–No es lo que crees.
Pedro no contestó a su amigo. No era quién para dar la aprobación que su amigo Fernando estaba buscando.
–No le dirás nada a Laura, ¿Verdad? Está bien, lo siento, sé que no se lo contarías.
Pedro cerró la puerta de un golpe y se volvió hacia su amigo. ¿Cómo un hombre tan inteligente podía ser tan estúpido?
–Alguien se lo contará. No habéis sido nada discretos.
–Lo sé, lo sé, pero es el cumpleaños de Martina y quería llevarla a un sitio agradable. Es una mujer increíble y muy bella...
Al parecer, a Fernando no se le había ocurrido que a su amante le vendría bien que su mujer lo descubriera y lo obligara a tomar una elección. Ella debía de estar muy segura de sí misma. Pedro se cruzó de brazos y se apoyó en el coche. Tuvo que contenerse para no agarrar a su amigo por el cuello y preguntarle a qué diablos estaba jugando, pero Fernando decidió confesarse y contárselo todo. Reconocía muy bien la situación que le había descrito su amigo. La mujer no solo sabía lo que hacer dentro de un dormitorio sino que sabía cómo manipular a un hombre aprovechando sus puntos débiles. Había halagado a Fernando, y así había conseguido despertar su instinto protector. Estaba seguro de que ella refinaría esa técnica con el paso de los años y de que, quizá, se convertiría en una experta como su madre, a la que había visto recorrer Europa dejando a su paso a una larga lista de hombres con el corazón roto.
–¿Qué habrías hecho tú si fueras yo?
El comentario enfadó a Pedro, puesto que no era capaz de imaginarse en una situación similar. Para empezar, no tenía intención de casarse nunca, aunque comprendía que algunos hombres estaban hechos para el matrimonio y que Paul era uno de ellos.
–Yo no soy tú. Creía que Laura y tú eran felices.
–Lo somos.
–¿Y la quieres?
–Quiero a las dos, claro que sí, pero Martina es tan... Ella me necesita. Si rompiera con ella, se moriría. ¡Me ama!
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