martes, 27 de marzo de 2018

Desafío: Capítulo 40

Paula no pasó mucho tiempo en el hospital. Por suerte sus lesiones habían sido mínimas, un milagro, dadas las circunstancias. Pedro no había vuelto a visitarla y ella lo había agradecido porque no quería discutir con él. Había perdido su rumbo unas semanas, pero lo había recuperado. Le  permitieron  volver  a  casa,  pero  no  al  trabajo.  Federico se  había  preocupado  mucho por su accidente y había insistido en que alargara la baja cuanto considerase necesario.  Ella  lo  agradeció  pero,  en  el  fondo,  se  preguntaba  si  podría  seguir  trabajando  para  él.  Era  el  hermano  de  Pedro y  eso  crearía  complicaciones.  Pero  decidió no pensar en ello hasta que no fuera imprescindible hacerlo. Su madre, que había retrasado la vuelta al rodaje para estar con ella, sugirió el plan perfecto. Tenía posibilidad de usar una casita en una isla escocesa y le ofreció a Aimi que fuera allí a recuperarse del todo. Para cuando salió del hospital, anhelaba la paz y el silencio de ese retiro. Había  tenido  pocos  pensamientos  agradables  y,  aunque  sabía  que  hacía  lo  correcto,  sus sueños estaban plagados de recuerdos de lo que había compartido con Jonas y de la  intuición  de  lo  que  podría  haber  sido.  Nunca  antes  se  había  sentido  tan  afectada  por una decisión suya; necesitaba tranquilidad para ordenar su mente. El  chófer  de  Alejandra las  llevó  a  la  estación  y  su  madre  esperó  en  la  plataforma  hasta que el tren desapareció de su vista. Entonces se recostó en el asiento, era un viaje largo. Horas después, descubrió que su madre había contratado a alguien para que la llevara de la estación al lago, donde un lugareño la esperaba para llevarla en barco a la isla. El mismo hombre la ayudó a llevar el equipaje a la casita.

—¿Cómo puedo  ponerme  en  contacto  con  usted  si  quiero  salir  de  la  isla?  —le  preguntó, antes de que se marchara.

—Por teléfono. El número está en el tablero de la cocina. Disfrute de su estancia —sonrió y se marchó por el camino, volviendo a su barca.

Paula miró a su alrededor y suspiró con alivio. Era un lugar idílico, silencioso excepto por el piar de los pájaros y los distantes balidos  de  las  ovejas.  La  isla,  muy  pequeña,  estaba  llena  de  árboles  y  arbustos  y  la  casa  rodeada  de  jardín.  Alguien  había  dedicado  mucho  esfuerzo  y  atención  al  entorno. Era el lugar ideal para olvidar sus problemas. Deshizo  el  equipaje  y  descubrió  que  la  casita  estaba  equipada  con  todos  los  utensilios habituales de la vida moderna, aunque no los necesitaría. Quería vivir con sencillez. Dió un paseo por el jardín y descubrió un cobertizo con un generador, por si se iba luz. Volvió a la casita y, hambrienta, se hizo un bocadillo y una taza de té. Después, el cansancio la rindió. Echó  el  cerrojo,  apagó  la  luz  y  se  fue  a  la  cama.  Se  durmió  en  cuanto  apoyó  la  cabeza en la almohada. El día amaneció soleado y a ella se le levantó el ánimo. Después de desayunar decidió  explorar  un  poco.  Agarró  una  manzana  por  si  le  entraba  hambre  y  fue  a  explorar  el  sur  de  la  isla.  Le  pareció  oír  el  motor  de  un  barco,  pero  como  no  vió  ninguno, no volvió a pensar en el tema. Sentada  al  sol,  en  una  roca,  se  comió  la  manzana  y  observó  a  los  patos.  Pero  finalmente el hambre la llevó a emprender el regreso. Cuando  llegó  a  la  puerta  trasera,  se  detuvo.  La  había  dejado  cerrada,  pero  estaba abierta y captó el belicoso aroma de algo cocinándose. Oyó ruidos de sartenes y cazos. Inquieta porque alguien hubiera irrumpido en la casa, la confundió aún más que ese alguien estuviera cocinando.

—Más vale que entres y te laves, el pescado estará listo enseguida —dijo la voz de Pedro.

La ansiedad dio paso al asombro, se preguntó qué diablos hacía Pedro allí. Entró en la casa y lo vió ante la cocina. Él se volvió y le sonrió. Paula no lo había visto  desde  que  le  pidió  que  se  fuera,  en  el  hospital;  en  ese  momento  comprendió  cuánto  lo  había  echado  de  menos.  Por  supuesto,  tras  pensarlo,  se  obligó  a  enterrar  ese pensamiento y mantenerse firme.

—¿Cómo has llegado aquí?

—Tengo  un  barco  en  el  muelle  —dijo  Pedro—.  Alberto se  ocupa  de  cuidarlo,  y  también  pescó  todo  esto.  No  hay  nada  como  el  pescado  fresco  tras  haber  estado  al  aire libre.

 Paula lo miró, incrédula y atónita.

—¿Cómo puedes tener un barco aquí?

—Porque ésta es mi casa. Es mi isla, de hecho. Pon la mesa. Los cubiertos están en ese cajón.

Ella estaba anonadada y era obvio.

—¿Tu casa? Pero yo pensaba... —no acabó. Comprendió que su madre y Pedro lo habían planeado todo—. ¡No me lo puedo creer! ¿Cómo ha podido hacerme esto? —clamó, dolida por la traición de su madre.

—Porque te  quiere  —Pedro apartó  la  sartén  del  fuego  y  cerró  el  gas.  Sirvió  el  pescado y las verduras en dos platos y los llevó a la mesa.

—No tenía derecho a interferir. Sé lo que hago —afirmó ella.

Pedro la miró y le apartó una silla para que se sentara.

—¿Lo  sabes?  Hablaremos  de  eso  después.  Entretanto,  el  pescado  se  enfría  y  sería una lástima no tomarlo en su punto. Siéntate y come, Paula.

Ella  se  sentó  porque  estaba  demasiado  anonadada  para  hacer  otra  cosa.  El  pescado  olía  de  maravilla  y  le  rugió  el  estómago.  Empezó  a  comer.  Pedro la  contempló un momento y luego se concentró en su plato.

No hay comentarios:

Publicar un comentario