Paula no pasó mucho tiempo en el hospital. Por suerte sus lesiones habían sido mínimas, un milagro, dadas las circunstancias. Pedro no había vuelto a visitarla y ella lo había agradecido porque no quería discutir con él. Había perdido su rumbo unas semanas, pero lo había recuperado. Le permitieron volver a casa, pero no al trabajo. Federico se había preocupado mucho por su accidente y había insistido en que alargara la baja cuanto considerase necesario. Ella lo agradeció pero, en el fondo, se preguntaba si podría seguir trabajando para él. Era el hermano de Pedro y eso crearía complicaciones. Pero decidió no pensar en ello hasta que no fuera imprescindible hacerlo. Su madre, que había retrasado la vuelta al rodaje para estar con ella, sugirió el plan perfecto. Tenía posibilidad de usar una casita en una isla escocesa y le ofreció a Aimi que fuera allí a recuperarse del todo. Para cuando salió del hospital, anhelaba la paz y el silencio de ese retiro. Había tenido pocos pensamientos agradables y, aunque sabía que hacía lo correcto, sus sueños estaban plagados de recuerdos de lo que había compartido con Jonas y de la intuición de lo que podría haber sido. Nunca antes se había sentido tan afectada por una decisión suya; necesitaba tranquilidad para ordenar su mente. El chófer de Alejandra las llevó a la estación y su madre esperó en la plataforma hasta que el tren desapareció de su vista. Entonces se recostó en el asiento, era un viaje largo. Horas después, descubrió que su madre había contratado a alguien para que la llevara de la estación al lago, donde un lugareño la esperaba para llevarla en barco a la isla. El mismo hombre la ayudó a llevar el equipaje a la casita.
—¿Cómo puedo ponerme en contacto con usted si quiero salir de la isla? —le preguntó, antes de que se marchara.
—Por teléfono. El número está en el tablero de la cocina. Disfrute de su estancia —sonrió y se marchó por el camino, volviendo a su barca.
Paula miró a su alrededor y suspiró con alivio. Era un lugar idílico, silencioso excepto por el piar de los pájaros y los distantes balidos de las ovejas. La isla, muy pequeña, estaba llena de árboles y arbustos y la casa rodeada de jardín. Alguien había dedicado mucho esfuerzo y atención al entorno. Era el lugar ideal para olvidar sus problemas. Deshizo el equipaje y descubrió que la casita estaba equipada con todos los utensilios habituales de la vida moderna, aunque no los necesitaría. Quería vivir con sencillez. Dió un paseo por el jardín y descubrió un cobertizo con un generador, por si se iba luz. Volvió a la casita y, hambrienta, se hizo un bocadillo y una taza de té. Después, el cansancio la rindió. Echó el cerrojo, apagó la luz y se fue a la cama. Se durmió en cuanto apoyó la cabeza en la almohada. El día amaneció soleado y a ella se le levantó el ánimo. Después de desayunar decidió explorar un poco. Agarró una manzana por si le entraba hambre y fue a explorar el sur de la isla. Le pareció oír el motor de un barco, pero como no vió ninguno, no volvió a pensar en el tema. Sentada al sol, en una roca, se comió la manzana y observó a los patos. Pero finalmente el hambre la llevó a emprender el regreso. Cuando llegó a la puerta trasera, se detuvo. La había dejado cerrada, pero estaba abierta y captó el belicoso aroma de algo cocinándose. Oyó ruidos de sartenes y cazos. Inquieta porque alguien hubiera irrumpido en la casa, la confundió aún más que ese alguien estuviera cocinando.
—Más vale que entres y te laves, el pescado estará listo enseguida —dijo la voz de Pedro.
La ansiedad dio paso al asombro, se preguntó qué diablos hacía Pedro allí. Entró en la casa y lo vió ante la cocina. Él se volvió y le sonrió. Paula no lo había visto desde que le pidió que se fuera, en el hospital; en ese momento comprendió cuánto lo había echado de menos. Por supuesto, tras pensarlo, se obligó a enterrar ese pensamiento y mantenerse firme.
—¿Cómo has llegado aquí?
—Tengo un barco en el muelle —dijo Pedro—. Alberto se ocupa de cuidarlo, y también pescó todo esto. No hay nada como el pescado fresco tras haber estado al aire libre.
Paula lo miró, incrédula y atónita.
—¿Cómo puedes tener un barco aquí?
—Porque ésta es mi casa. Es mi isla, de hecho. Pon la mesa. Los cubiertos están en ese cajón.
Ella estaba anonadada y era obvio.
—¿Tu casa? Pero yo pensaba... —no acabó. Comprendió que su madre y Pedro lo habían planeado todo—. ¡No me lo puedo creer! ¿Cómo ha podido hacerme esto? —clamó, dolida por la traición de su madre.
—Porque te quiere —Pedro apartó la sartén del fuego y cerró el gas. Sirvió el pescado y las verduras en dos platos y los llevó a la mesa.
—No tenía derecho a interferir. Sé lo que hago —afirmó ella.
Pedro la miró y le apartó una silla para que se sentara.
—¿Lo sabes? Hablaremos de eso después. Entretanto, el pescado se enfría y sería una lástima no tomarlo en su punto. Siéntate y come, Paula.
Ella se sentó porque estaba demasiado anonadada para hacer otra cosa. El pescado olía de maravilla y le rugió el estómago. Empezó a comer. Pedro la contempló un momento y luego se concentró en su plato.
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