—Cariño —Alejandra se rió con deleite y tomó el rostro de su hija entre las manos—, me da igual lo que seáis o no seáis, sólo quiero que seas feliz. Me encantaría poder quedarme a charlar con vosotros, pero debo irme. Ven a verme. Estaré aquí hasta finales de la semana que viene. Trae a Pedro. ¡Insisto en ello! —añadió con otra risita tintineante.
Besó a su hija, sonrió a Pedro y volvió al interior de la sala.
—Tu madre es una persona encantadora —comentó Pedro.
Paula lo miró y sonrió.
—Eso pienso yo.
—Y tiene razón sobre tí. Estás resplandeciente, pero yo no tengo nada que ver.
—Te equivocas —Paula sabía cuánto tenía Pedro que ver con su cambio—. No habría comprado un vestido como éste si no fuera por tí, y ella lo sabe.
—¿Y eres feliz? —preguntó Pedro, abrazándola.
Paula titubeó un momento, no porque no fuera feliz sino porque le costaba mucho decirlo. Admitirlo sería como darle aún más la espalda a su amiga. Pero, por primera vez en mucho tiempo, era feliz y no podía ocultarlo.
—Sí —musitó—. Soy feliz.
—Me alegro —sonrió él—. Ya somos dos —la besó con gentileza exquisita.
Paula apoyó la cabeza en su hombro, sin poder contener otra oleada de remordimientos. Se esforzó por rechazarla, no quería pensar en eso. Quería vivir el momento y nada más. Estuvieron abrazados una eternidad, hasta que salió otra pareja y rompió su intimidad.
—Será mejor que volvamos con los demás. Estarán preguntándose qué ha sido de nosotros —propuso Pedro, soltándola.
Ella, de inmediato, echó en falta su calor, que la ayudaba a apartar pensamientos indeseados. Volvieron de la mano, pero sentía el frío del pasado aletear a su alrededor. En cuanto llegaron a la mesa, Federico se levantó.
—¿Puedo hablar un momento contigo? —le preguntó a su hermano, con voz áspera.
Pedro alzó las cejas y ayudó a Paula a sentarse. Le dió un apretoncito en los hombros, miró a Federico y asintió.
—Claro. No tardaremos —dijo a todos los demás.
Siguió a su hermano hacia un lateral de la sala. Intrigados, todos observaron el intercambio a distancia, con tanto interés como Paula. Era obvio que Federico estaba muy enfadado y gesticulaba con violencia, arengando a su hermano. Sin embargo, cuando Federico hizo una pausa para tomar aire, Pedro alzó la mano y empezó a hablar. Dijera lo que dijera, el cambio que se produjo en Federico fue muy intenso. Relajó los hombros y, escuchando, se pasó una mano por el pelo. Después hizo un par de preguntas y cuando Pedro asintió le ofreció la mano. Éste se la estrechó y se dieron un abrazo. Segundos después iban juntos hacia el bar.
—¡Vaya! —exclamó Luciana, mirando de su marido a Paula—. Interesante. ¿Qué creéis que ha ocurrido?
—Ni idea —dijo Paula, arrugando la frente.
—Sé que a Fede no le gustó que Pepe y tú tardaran tanto en volver. ¿Sería una falta de delicadeza preguntar qué hacían? —la expresión de Luciana era una mezcla de mueca e interés.
—¡Desde luego, Lu! —gruñó su marido con frustración.
Paula soltó una carcajada.
—Tranquilo —dijo Paula—. La verdad es que estábamos hablando con mi madre.
—¡Tu madre! —eso era lo último que Luciana había esperado oír.
—Alejandra Schulz es mi madre —confesó Paula.
La expresión de Luciana era digna de verse.
—¡Oh! ¿En serio? ¿He dicho algo malo sobre ella? Seguro que sí, ¿No? Me gustaría morirme aquí mismo —exclamó Luciana, cubriéndose el rostro con las manos.
—Tranquila, Luciana—Paula sonrió comprensiva—. Fuiste muy correcta. A mi madre le encantará saber que cuenta con otra admiradora.
—Y la admiro. ¡De verdad! —afirmó la joven—. Ahora, cuéntanos cómo es crecer siendo hija de una diva de la gran pantalla.
Paula, divertida, le contó algunos de los episodios más graciosos de su infancia, hasta que volvieron Federico y Pedro.
—¿De qué hablaban Fede y tú? —le preguntó a Pedro, cuando volvió a sentarse a su lado.
—Quería decirme lo que me haría si te hacía el más mínimo daño —le aclaró Pedro con una sonrisa irónica.
—Espero que le dijeses que se ocupe de sus asuntos —replicó Paula, cortante.
Por muy jefe suyo que fuera no tenía derecho a inmiscuirse en su vida privada.
—De hecho, le dije que si alguna vez te hacía daño, yo mismo me castigaría.
—¿En serio? —Paula lo miró con asombro.
—En serio —Pedro asintió—. Me he dado cuenta de que sólo hay una persona en el mundo a quien no desearía herir nunca, y eres tú. La verdad es que me he enamorado de tí, Paula Chaves.
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