Pedro, inconsciente del tumulto que había desatado en ella, sonrió y se sentó.
—Dicen que todos tenemos un doble en alguna parte.
—Creo que una como yo es más que suficiente —respondió ella, sintiendo un escalofrío.
—¿Siempre has llevado el pelo recogido? —se interesó Pedro.
Paula gruñó para sí.
—Cuando era más joven lo llevaba suelto —admitió, intentando mantenerse serena a pesar de los recuerdos. Comprendió que si daba medias respuestas él empezaría a preguntarse por qué. Tenía que decirle la verdad, al menos en parte—. Empecé a recogérmelo en la universidad.
—¡Yo habría pensado que ése era el momento de soltarse el pelo! —bromeó Pedro.
Paula sonrió, pero se sentía helada por dentro. Cuando llegó a la universidad ya se lo había soltado demasiado.
—Supongo —se encogió de hombros—, pero me tomaba mis estudios muy en serio. Necesitaba trabajar duro. No quería distracciones —no dijo que se había enterrado en el trabajo para conseguir sobrevivir.
—Te refieres a distracciones masculinas —Pedro apoyó la barbilla en la mano y examinó su rostro—. Muchos hombres se interesarían por tí.
—Sí, bueno, yo no estaba interesada —Paula removió su café—. Sólo quería trabajar —quería olvidar, pero no había sido posible.
—Así que empezaste a hacerte moño —musitó él. Arrugó la frente—. Tal y como yo lo veo, eso no funcionaría. Llevabas el pelo recogido cuando te conocí y eso no me paró los pies —comentó con una sonrisa.
—También llevaba gafas —admitió ella.
—¿Necesitas gafas?
—No, pero es verdad lo que dicen. Los hombres no coquetean con las mujeres que llevan gafas —la habían dejado en paz y ella se había concentrado en sus estudios.
—También podías haberte divertido —apunto Pedro.
Ella lo miró con fijeza.
—Ya te he dicho que estaba allí para estudiar. Además, había hecho una promesa a alguien, y no estaba dispuesta a olvidarla —añadió con solemnidad. Después, sintiendo el peso de esa promesa, intentó aligerar el tono—. Las rubias tienen sus problemas, ya lo sabes. Si no nos consideran tontas...
—Se ven como objeto sexual —concluyó Pedro—. Entiendo tu postura. Las mujeres bellas a veces tienen problemas para que las tomen en serio.
—Yo no soy bella —arguyó Paula, negándose a que la encasillara.
Pudo haberlo pensado en la vanidad de su juventud, pero esa Aimi había desaparecido hacía mucho.
—Para mí lo eres, incluso con el pelo recogido.
Paula sonrió, tal y como se esperaba de ella. Luego movió la cabeza de lado a lado.
—Puede que no quiera que me consideren bella.
—La belleza la deciden los ojos de quien mira —rió suavemente—. En cuanto te ví, llegaste a partes de mí que había olvidado existían. Aunque te vistieras con un saco, la reacción sería la misma.
Ella suspiró; sus palabras le llegaban al corazón. Era un buen hombre, en un mundo en el que era difícil encontrar uno. Ocurriera lo que ocurriera, no se arrepentiría de haberlo conocido.
—No hace falta que digas esas cosas. Me alegro de estar aquí contigo —le dijo.
Una vez hecha la elección, viviría con ella, fuera cual fuera el resultado. Pero no se atrevía a analizar lo que estaba viviendo, por miedo.
—Sólo digo la verdad, Pau—Pedro estiró el brazo por encima de la mesa y agarró su mano—. No hay intenciones ulteriores. Excepto que quiero convencerte de que puedes confiar en mí.
—¿Confiar en tí? Ya lo hago —arrugó la frente.
Si no confiara en él no estarían allí juntos. Él suspiró y atrapó su mano entre las suyas.
—Intento decirte que también puedes confiarme tus demonios, ésos que te devoran por dentro.
—¿Mis demonios? —sus nervios empezaron a bailotear, alarmados. Se preguntó qué sabía él—. ¿Por qué dices eso?
—Porque anoche gemiste y murmuraste en sueños —le dijo él.
—¡Eso es ridículo! —protestó ella, con un nudo en la garganta.
Sabía que era muy posible, había ocurrido con frecuencia en el pasado. Por lo visto, las pesadillas habían vuelto.
—¿Lo es? —Pedro enarcó las cejas. Aferró su mano para impedir que se soltara—. No me lo pareció, mientras te calmaba hasta que te volviste a dormir.
—Siento haberte molestado —se disculpó ella, asombrada de no recordar nada de eso.
—No me molestaste. Me preocupé por tí. Parecías muy infeliz —sus sollozos le habían helado el corazón—. Sé cuánto dolor pueden causar los demonios internos.
—¿Tú? —la confesión la sorprendió.
—Yo —afirmó él con una mueca irónica—. Una vez le dí a un hombre mi palabra de que salvaría la empresa que era su orgullo y su vida. Pensé que podría hacerlo, por desgracia no fue así. Tuve pesadillas durante mucho tiempo; al final apacigüé a los demonios ayudando a otros.
Ella lo miró a los ojos, y luego miró sus manos unidas, emocionada por sus palabras.
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