Largo rato después, Paula se removió y arrugó la frente, confusa. Se preguntó por qué la cama era dura y la almohada cálida y firme. Entonces una lechuza ululó sobre su cabeza y comprendió que no estaba en su dormitorio, sino afuera. Eso bastó para hacer que se sentara de golpe. Asombrada, comprendió que no sólo estaba desnuda, sino que el cuerpo masculino que tenía al lado, también. Pedro abrió lentamente los ojos y ella recordó de repente. Se le contrajo el estómago y sintió náuseas. No entendía cómo había permitido que ocurriera eso. Había dedicado años a distanciarse de la persona que había sido y, de repente, había acabado tirada en el suelo dando a él acceso libre a su cuerpo. Igual que habría hecho la antigua Paula, dejándose dominar por sus sentidos. De hecho, había disfrutado con ello y eso la incomodaba. Había sido incapaz de luchar contra sus instintos más básicos. Después de lo que había vivido, debería de haber sido capaz de alejarse de él; se preguntó por qué no lo había hecho. Allí sentada, en la oscuridad tórrida del cenador, tuvo que aceptar lo obvio: había querido que ocurriera. Había deseado volver a sentirse viva, experimentar la calidez de estar con otro ser humano. Y no uno cualquiera, Pedro. Sólo él.
—Vuelve. Estás a años luz —la voz grave de Pedro puso fin a su introspección.
Ella se volvió y lo miró, captando el brillo de sus ojos y la sonrisa de sus labios. Él estiró una mano y acarició la curva de su espalda. Sintió el contacto en todo el cuerpo y deseó apoyarse en esa mano. Intentó no hacerlo, ser fuerte.
—Tu piel es suave como la de un melocotón —murmuró él, apoyándose en un codo para capturar esa sensación con los labios.
—Para —aunque casi le dolió físicamente, Paula se apartó. Tenía que volver a la casa. Pero Jonas tenía ideas muy distintas.
—¿Para? —rió suavemente y trazó un camino de besos nombro arriba, hasta llegar a la tierna piel de la base de su cuello. Entonces ella supo cuan débil era, porque se arqueó contra él, incapaz de marcharse. Él puso una mano en su rostro y giró su cabeza para atrapar sus labios con un largo beso.
—No quiero esto —intentó ella de nuevo, mientras él seguía besándola, subiendo por su rostro hasta llegar bajo su oreja. Cerró los ojos.
—Ya lo veo —musitó Pedro, risueño.
—No podemos quedarnos aquí —jadeó Paula—. Tienes que parar.
—Dudo que pueda —susurró él, besando su mandíbula—. Tendrás que pararme tú.
Ella abrió los ojos cuando él regresó a capturar sus labios y, al mirarlo, todo resto de sensatez se esfumó. No quería pararlo. Posó la mano en su pecho, sintiendo los fuertes latidos bajo la palma. Ignorando el grito de cautela de su conciencia, permitió que la sensualidad ganara la partida de nuevo. Sus labios se curvaron con una sonrisa.
—He cambiado de opinión. Pedro, emitiendo un sonido entre risa y gruñido, se dejó caer al suelo, arrastrándola con él.
Ninguno de ellos oyó el ulular de la lechuza. Una hora después, Paula se liberó con cuidado del brazo de Pedro y se puso en pie. Recogió su ropa, se vistió rápidamente y fue a la entrada del cenador. Todo estaba en silencio, como si no acabara de ocurrir algo monumental allí dentro. Se volvió para mirar el cuerpo dormido de Pedro y el corazón le dio un vuelco. Parecía más débil dormido y sintió un estallido de emoción en su interior. Hacer el amor con él había sido la experiencia más perfecta de su vida. Era un amante magnífico, pero se trataba de más que eso. Estar con él había hecho que se sintiera... completa, como hacía años que no se sentía. Había vuelto a estar viva. Entonces un recuerdo dominó su mente. Su mejor amiga, Sofía, riéndose al sol, en la cima de la pista de esquí, aquel último invierno. Habían tenido dieciocho años y el mundo era suyo. Ambas habían sabido lo que era estar vivas, pero Sofía ya no podría saberlo. Paula cerró el puño, clavándose las uñas en la palma de la mano. No tenía derecho a sentir cuando alguien mejor que ella ya no podía hacerlo. Un hombre había derrumbado sus defensas y le había demostrado que el sexo con él era fantástico; pero eso no era suficiente. Nada volvería a ser suficiente. Pero, una vez cruzada la línea, tras ceder a la tentación, no sabía qué hacer. Tenía que pensar y no podía arriesgarse a que Pedro se despertara antes de que ella tomara una decisión sobre su comportamiento futuro. Sin hacer ruido, bajó los escalones y tomó el sendero que, rodeando el lago, llevaba de vuelta a la casa. A salvo en su habitación, echó el cerrojo. Sin encender la luz, se sentó en la cama y dejó caer la cabeza en las manos. Recordó la advertencia de Federico y cerró los ojos con desconsuelo.
—Ay, Fede mira lo que he hecho —dijo, imaginándose su expresión si se enteraba.
Al final, había dejado que su hermano la sedujera. No sabía qué diablos iba a hacer. Había experimentado lo que era hacer el amor con él, y no podría olvidarlo. Se arrepentía sobremanera de su momento de debilidad. Pedro había provocado en ella emociones más fuertes que su sensación de culpabilidad. Su deseo por él había sido demasiado intenso para negarlo, y no estaba segura de poder resistirse a él en el futuro. Sólo sabía que debía intentarlo porque le había dado su palabra a Sofía. Suspiró con pesar y se puso una mano sobre el estómago, para controlar los nervios. No habría más. Tenía que ser fuerte. No tenía por qué magnificar el error, si se mantenía fiel a sí misma. Lentamente, sus nervios se apaciguaron y la calma descendió sobre ella.
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