jueves, 1 de marzo de 2018

Desafío: Capítulo 10

—¿Qué quería el hospital?

—Me  informaron  sobre  un  caso  de  urgencias  que  acaba  de  llegar.  Es  posible  que  me  necesiten  para  operar,  así  que  querían  avisarme.  No  pinta  bien.  Lo  sabré  en  unas horas. Lo siento, Pau, puede que tenga que volver al hospital esta noche.

—No  importa  —aceptó  Paula,  comprensiva.  Así  era  el  trabajo  de  Federico—.  Al  menos has podido ver a tu familia.

—Sabía que te contraté por una buena razón. Te lo tomas todo con calma, nada te  perturba  —comentó  Federico.  Paula estuvo  a  punto  de  echarse  a  reír,  el  hermano  de  Fede estaba  tirando  por  los  suelos  su  afamada  calma—.  Ven,  vamos  a  comer  algo.  Estoy muerto de hambre, y no sé cuándo volveré a disfrutar de una comida.

Paula dejó que la guiara, pero no pudo resistirse a mirar de soslayo. Pedro seguía observándola.  Miró  al  frente,  con  los  nervios  a  flor  de  piel.  «Dios,  que  el  fin  de  semana pase pronto», rezó para sí. Sabía que podía hacer algo muy, muy estúpido, y todo lo que había conseguido se tambalearía. Por  suerte,  la  extensa  familia  Alfonso la  rescató.  Tras  consumir  una  cantidad  impresionante  de  comida,  la  familia  se  concentró  en  lo  importante  del  día:  jugar  a  cosas.  Concluyeron  con  un  simulacro  de  béisbol,  de  hombres  contra  mujeres,  que  creó  un  escándalo  de  carcajadas;  las  reglas  eran  informales,  por  decir  algo,  y  peleaban  a  gritos  por  cada  punto.  Ella rió  hasta  que  le  dolieron  las  mandíbulas.  Todos   acabaron   agotados.   Gradualmente,   los   distintos   parientes   empezaron   a   dispersarse, de vuelta a sus hogares, y volvió la paz. A  nadie  le  apetecía  cenar  mucho  tras  la  copiosa  comida  y  el  día  de  agobiante  calor.  Por  suerte,  Clara había  dejado  una  ensalada  y  una  quiche  en  el  frigorífico  antes  de  marcharse  a  casa.  Todos  bromearon  durante  la  cena.  Rememoraron  los  juegos y Paula pudo concentrarse en eso, en vez de en Jonas, que estaba a pocos pasos de  ella.  Aunque  sus  sentidos  seguían  cosquilleando,  receptivos,  se  enorgulleció  de  poder ocultarlo. Tras  la  cena,  Paula y  Luciana se  ofrecieron  para  lavar  los  platos;  Federico y  Santiago dijeron  que  ellos  secarían.  Estaban  a  media  tarea  cuando  el  busca  de  Federico volvió  a  sonar. Contestó desde el teléfono de la cocina y, por lo que oyeron, nadie dudó que tenía que volver a Londres. Cuando colgó, Paula se secó las manos y corrió hacia él.

—¿Es  grave?  ¿Tienes  que  irte  ahora?  —preguntó,  asumiendo  su  función  de  ayudante—. ¿Quieres que despeje tu agenda?

—Te avisaré si hace falta. Espero que no sea necesario. Pero, ¿Y tú? Tengo que ir directo al hospital y no regresaré. ¿Cómo volverás a tu casa?

—No es problema. Yo la llevaré de vuelta el lunes —declaró Pedro.

Todos lo miraron. La respuesta instintiva de Paula habría sido rechazar la oferta, pero Federico se le adelantó.

—Buena idea, Pedro. Así podrás dedicar más tiempo a la investigación, Pau—la miró con tanto alivio que ella fue incapaz de oponerse a la idea.

Resignándose a pasar dos días más cerca de Jonas, tomó aire y le dedicó una sonrisa cortés.

—Gracias, eres muy amable —aceptó, pero no se le escapó el brillo diabólico de sus ojos.

—De nada —dijo Pedro.

 —Bueno, arreglado —Federico se frotó las manos, ya pensando en su obligación—. Tengo que irme.

—Te ayudaré a hacer la maleta —declaró Paula, siguiéndolo.

Se rozó con Pedro en el umbral y, sin poder impedirlo, alzó la vista hacia él. Vió un brillo malicioso en ese abismo azulado. Se obligó a desviar la mirada. Tenía la sensación de que, si no lo hacía, estaría irremediablemente perdida. Agitada,  ayudó  a  Federico a  recoger  sus  cosas.  Le  ocultó su  estado,  porque  no  quería  que  se  preocupara  por  ella  en  vez  de  concentrarse  en  su  trabajo. 

Quince  minutos después, él se despedía de sus padres y demás parientes. Paula lo acompañó hasta el coche. Después volvió a la cocina y descubrió, para su consternación, que Pedro era el único que estaba allí, secando un plato.

—¡Oh!  —exclamó  ella,  desconcertada—.  ¿Dónde  están  los  demás?  —preguntó  desde el umbral.

—Afuera, supongo —Pedro se encogió de hombros—. Les dije que acabaríamos nosotros —señaló el fregadero con la cabeza, mientras seguía secando.

Paula  rezongó  para  sí,  era  justo  el  tipo  de  situación  que  quería  evitar.  Pedro Alfonso era una tentación andante y, aunque se sentía capaz de resistirse a casi todo, él  era  harina  de  otro  costal.  La  atraía como  el  mitológico  canto  de  las  sirenas  a  los marineros. Era como estar atrapada entre el diablo y una tormenta en el mar. Pero  había  que  terminar  con  la  vajilla  y  no  podía  marcharse  sin  acabar  lo  iniciado. Así que fue hacia el fregadero y agarró una taza. El silencio era tan intenso que se vio obligada a romperlo.

—Supongo  que,  en  tu  trabajo,  estás  acostumbrado  a  ofrecer  a  la  gente  como  voluntaria —comentó con ironía.

 Pedro se rió.

—Yo lo llamo delegar. Pago a mis empleados un buen sueldo para que hagan lo que les pido —dijo él, apoyándose en la encimera para mirarla.

Consciente de  su mirada,   imposible   de   ignorar,  Paula se   esforzó   por   concentrarse en lo que hacía.

—¿No se rebelan nunca?

—De  vez  en  cuando  escucho  sus  opiniones, pero  al  final  decido  yo.  Tengo  un  grupo de empleados leales que llevan años conmigo.

—Ya. Has dicho que pagabas bien —lo pinchó ella, incapaz de resistirse.

—Eso  es  muy  cínico.  Yo  prefiero  pensar  que  disfrutan  con  su  trabajo  —Pedro esperó a que lavara la última taza. No quedaba nada por secar.

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