—¿Qué quería el hospital?
—Me informaron sobre un caso de urgencias que acaba de llegar. Es posible que me necesiten para operar, así que querían avisarme. No pinta bien. Lo sabré en unas horas. Lo siento, Pau, puede que tenga que volver al hospital esta noche.
—No importa —aceptó Paula, comprensiva. Así era el trabajo de Federico—. Al menos has podido ver a tu familia.
—Sabía que te contraté por una buena razón. Te lo tomas todo con calma, nada te perturba —comentó Federico. Paula estuvo a punto de echarse a reír, el hermano de Fede estaba tirando por los suelos su afamada calma—. Ven, vamos a comer algo. Estoy muerto de hambre, y no sé cuándo volveré a disfrutar de una comida.
Paula dejó que la guiara, pero no pudo resistirse a mirar de soslayo. Pedro seguía observándola. Miró al frente, con los nervios a flor de piel. «Dios, que el fin de semana pase pronto», rezó para sí. Sabía que podía hacer algo muy, muy estúpido, y todo lo que había conseguido se tambalearía. Por suerte, la extensa familia Alfonso la rescató. Tras consumir una cantidad impresionante de comida, la familia se concentró en lo importante del día: jugar a cosas. Concluyeron con un simulacro de béisbol, de hombres contra mujeres, que creó un escándalo de carcajadas; las reglas eran informales, por decir algo, y peleaban a gritos por cada punto. Ella rió hasta que le dolieron las mandíbulas. Todos acabaron agotados. Gradualmente, los distintos parientes empezaron a dispersarse, de vuelta a sus hogares, y volvió la paz. A nadie le apetecía cenar mucho tras la copiosa comida y el día de agobiante calor. Por suerte, Clara había dejado una ensalada y una quiche en el frigorífico antes de marcharse a casa. Todos bromearon durante la cena. Rememoraron los juegos y Paula pudo concentrarse en eso, en vez de en Jonas, que estaba a pocos pasos de ella. Aunque sus sentidos seguían cosquilleando, receptivos, se enorgulleció de poder ocultarlo. Tras la cena, Paula y Luciana se ofrecieron para lavar los platos; Federico y Santiago dijeron que ellos secarían. Estaban a media tarea cuando el busca de Federico volvió a sonar. Contestó desde el teléfono de la cocina y, por lo que oyeron, nadie dudó que tenía que volver a Londres. Cuando colgó, Paula se secó las manos y corrió hacia él.
—¿Es grave? ¿Tienes que irte ahora? —preguntó, asumiendo su función de ayudante—. ¿Quieres que despeje tu agenda?
—Te avisaré si hace falta. Espero que no sea necesario. Pero, ¿Y tú? Tengo que ir directo al hospital y no regresaré. ¿Cómo volverás a tu casa?
—No es problema. Yo la llevaré de vuelta el lunes —declaró Pedro.
Todos lo miraron. La respuesta instintiva de Paula habría sido rechazar la oferta, pero Federico se le adelantó.
—Buena idea, Pedro. Así podrás dedicar más tiempo a la investigación, Pau—la miró con tanto alivio que ella fue incapaz de oponerse a la idea.
Resignándose a pasar dos días más cerca de Jonas, tomó aire y le dedicó una sonrisa cortés.
—Gracias, eres muy amable —aceptó, pero no se le escapó el brillo diabólico de sus ojos.
—De nada —dijo Pedro.
—Bueno, arreglado —Federico se frotó las manos, ya pensando en su obligación—. Tengo que irme.
—Te ayudaré a hacer la maleta —declaró Paula, siguiéndolo.
Se rozó con Pedro en el umbral y, sin poder impedirlo, alzó la vista hacia él. Vió un brillo malicioso en ese abismo azulado. Se obligó a desviar la mirada. Tenía la sensación de que, si no lo hacía, estaría irremediablemente perdida. Agitada, ayudó a Federico a recoger sus cosas. Le ocultó su estado, porque no quería que se preocupara por ella en vez de concentrarse en su trabajo.
Quince minutos después, él se despedía de sus padres y demás parientes. Paula lo acompañó hasta el coche. Después volvió a la cocina y descubrió, para su consternación, que Pedro era el único que estaba allí, secando un plato.
—¡Oh! —exclamó ella, desconcertada—. ¿Dónde están los demás? —preguntó desde el umbral.
—Afuera, supongo —Pedro se encogió de hombros—. Les dije que acabaríamos nosotros —señaló el fregadero con la cabeza, mientras seguía secando.
Paula rezongó para sí, era justo el tipo de situación que quería evitar. Pedro Alfonso era una tentación andante y, aunque se sentía capaz de resistirse a casi todo, él era harina de otro costal. La atraía como el mitológico canto de las sirenas a los marineros. Era como estar atrapada entre el diablo y una tormenta en el mar. Pero había que terminar con la vajilla y no podía marcharse sin acabar lo iniciado. Así que fue hacia el fregadero y agarró una taza. El silencio era tan intenso que se vio obligada a romperlo.
—Supongo que, en tu trabajo, estás acostumbrado a ofrecer a la gente como voluntaria —comentó con ironía.
Pedro se rió.
—Yo lo llamo delegar. Pago a mis empleados un buen sueldo para que hagan lo que les pido —dijo él, apoyándose en la encimera para mirarla.
Consciente de su mirada, imposible de ignorar, Paula se esforzó por concentrarse en lo que hacía.
—¿No se rebelan nunca?
—De vez en cuando escucho sus opiniones, pero al final decido yo. Tengo un grupo de empleados leales que llevan años conmigo.
—Ya. Has dicho que pagabas bien —lo pinchó ella, incapaz de resistirse.
—Eso es muy cínico. Yo prefiero pensar que disfrutan con su trabajo —Pedro esperó a que lavara la última taza. No quedaba nada por secar.
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