Paula desvió la mirada y se secó el rostro con una toalla. No quería pensar en eso. No quería admitir lo que decía su conciencia. Quería estar con Pedro. Sentir su calor y saberse viva. Sin volver a mirarse, apagó la luz y volvió al dormitorio. Se metió en la cama y lo abrazó a con fuerza. Algo sorprendido, él, instintivamente, la rodeó con los brazos.
—¿Estás bien? —le preguntó, cauto.
—Lo estaré. Abrázame, por favor —le pidió con voz débil.
Él sintió un pinchazo en el corazón.
—Siempre —prometió—. Siempre.
Paula suspiró profundamente y rezó porque sus palabras se llevaran la gélida sensación de que se le estaba acabando el tiempo. Lentamente, empezó a relajarse y a respirar más despacio. Para Pedro fue una señal de que él también podía relajarse. Entonces oyó las palabras que había tenido la esperanza de escuchar.
—Te quiero, Pepe—murmuró Paula, ya casi durmiendose.
—Yo también te quiero, Pau—Pedro acarició su sedoso cabello—. Ahora, duerme.
Ella emitió un leve suspiro y se perdió en el sueño. La mañana siguiente, se despertó antes que Pedro y, en cuanto abrió los ojos, recordó todo lo ocurrido. Deseó sentirse feliz porque él le hubiera dicho que la amaba, pero se estremeció. No podía evitar pensar que no estaba bien. Era malo ser tan feliz cuando su mejor amiga no tenía la posibilidad de serlo. Salió de la cama y fue a ducharse. Se sentía desgarrada. Por un lado, deseaba lo que podía tener con Pedro, por otro, estaba convencida de que no se merecía tanto bien. Los remordimientos por la muerte de su mejor amiga volvieron a atenazarle el corazón, transformando el día cálido y soleado en algo frío y oscuro. Tiritando, cerró el grifo y salió de la ducha para secarse. Volvió al dormitorio, se puso unos vaqueros y una blusa ligera de manga larga y fue a la cocina a hacer café.
Mientras sorbía el humeante café, vió el montoncito de correo que había dejado en la encimera el día anterior. Un par de facturas y un sobre escrito a mano. Reconoció la letra. Dejó la taza, agarró el sobre y lo abrió con dedos temblorosos. Dentro había una tarjeta de cumpleaños que suponía un crudo recordatorio. Decía:
" A nuestra querida Sofía. Feliz cumpleaños, con todo nuestro amor, Mamá y papá".
Paula comprendió que había olvidado la fecha que era. Todos los años la madre de Sofía le enviaba a ella la tarjeta que no podía enviar a su hija. Y seguía devastándola como la primera vez.
—¡Oh, Dios! —Paula se llevó la mano al estómago, luchando contra las náuseas.
El momento era terrible, pues se unía al regreso de la conciencia. Estaba siendo asaltada por todos los flancos y decidió que necesitaba aire fresco para pensar. Dejó la tarjeta en la encimera y fue hacia la puerta. Hizo una pausa en el umbral del dormitorio, para contemplar a Pedro dormido. La había tranquilizado durante la noche, alejando a los fantasmas de su pasado. Una parte de ella quería que volviera a abrazarla, otra sabía que no podía ayudarla. Tenía que hacerlo ella misma. Así que siguió hacia la puerta, recogiendo su bolso de camino. Al principio caminó sin rumbo, con la única idea de alejarse de la fuente de su dilema. Después se sentó en un banco, en un parque cercano, para organizar sus ideas. Sabía lo que necesitaba oír. Necesitaba que le dijeran que tenía derecho a estar con Pedro. Pero Sofía era la única que podía darle ese permiso, y no podía hacerlo. Tal vez no estuviera siendo racional, pero nunca lo sería con respecto a lo que había hecho. Si ella estuviera allí... No lo estaba, sólo quedaban sus padres.
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