Horas después, Pedro finalmente detuvo el coche ante el edificio en el que vivía Aimi. El tráfico de vuelta a la ciudad había sido intenso y el viaje se había alargado. Paula se sentía como un trapo, hacía aún más calor en la ciudad que en el campo. Sabía que su piso sería un horno, después de estar cuatro días cerrado. Había pasado el resto del viaje perdida en los recuerdos, reviviendo una y otra vez la horrible escena. Las pesadillas habían dominado su sueño muchos años, pero habían ido disminuyendo. Esa noche no la habría sorprendido tener una. Cuando él apagó el motor, el silencio resultó casi ensordecedor. Aimi seguía sin saber qué hacer. Lo lógico habría sido alejarse de él, pero su mente clamó en contra: «No, ¡no puedo renunciar a esto! No quiero volver a la nada. ¡Quiero vivir! ¡Quiero esto!». Abrumada por la intensa sensación, supo que la antigua Paula había vuelto a ganar. No podía obviar la realidad; lo había intentado, pero era algo demasiado fuerte. En cuanto aceptó eso, la batalla interna llegó a su fin. Sintió que sus barreras caían y que un pajarillo que había estado dormido durante años, se despertaba y agitaba las alas, listo para emprender el vuelo. Se volvió hacia Pedro con una sonrisa templada que ocultaba sus sentimientos. Aun sabiendo lo que iba a hacer, estaba nerviosa. Iba a emprender un camino incierto y lo sabía.
—Gracias por traerme a casa, te habrás desviado mucho —dijo, cortés.
—Le dije a Fede que te dejaría en casa sana y salva —replicó él con ironía, arqueando una ceja.
—Y lo has hecho —recogió la libreta que apenas había mirado y la guardó en el bolso—. Le diré que te comportaste de maravilla —añadió, sin saber cómo decirle que había cambiado de opinión.
Por suerte, Pedro no lo consideró una despedida y siguió su pauta habitual.
—Bueno, vamos a dejarte en casa —dijo, abriendo la puerta y bajando del coche.
Paula también salió, mientras Pedro sacaba la maleta del maletero.
—No es necesario que me acompañes hasta arriba —dijo, nerviosa, siguiéndolo hacia el portal.
—Confía en mí, Pau. Sí es necesario —aseveró él, cortante—. Acabo de pasar muchas horas encerrado en un coche contigo, sin poder ponerte un dedo encima por miedo a provocar un accidente. Los sentidos de ella reaccionaron de forma salvaje al oírlo decir eso.
—¿Querías tocarme? —la provocativa pregunta se le escapó sin poder evitarlo.
Aguantó la respiración, esperando la respuesta.
—¿Tú qué crees? —preguntó él con ojos llameantes, que la abrasaron. La miró un momento, tomó aire y soltó una risita—. Es un milagro que no me haya vuelto loco —abrió la puerta y le cedió el paso.
El ascensor estaba abajo, así que entraron y Pedro pulsó el botón a su piso. Paula, apoyándose en la pared, lo miró, preguntándose cómo ese hombre podía haberla cambiado tanto en tan corto espacio de tiempo. Su fuerza era tal que había podido con todos los demonios que la asolaban. Pedro no podría haber dejado más claro que deseaba besarla, y ella ansió que el ascensor volara hacia arriba. Un ascua de deseo empezaba a avivarse en su interior, creando una llamita que crecía con cada segundo.
—Si sigues mirándome así, nunca llegaremos a tu piso —gruñó él con voz seductora.
Ella se estremeció con anticipación.
—Tal vez sería mejor no precipitarnos. Podrías acompañarme hasta la puerta e irte —dijo ella, sintiendo cierto nerviosismo.
—No te conviertas en un bloque de hielo, Pau.
—¿Tanto me deseas? —preguntó ella, con los ojos muy abiertos.
—Nunca he deseado tanto a una mujer. ¿Eso te sorprende? ¿Por qué? Eres una mujer bella, inteligente y muy sensual.
—No lo soy —negó Paula, instintivamente.
Él soltó una risotada.
—No discutas conmigo, o tendré que acercarme y demostrártelo. Eso sería peligroso; me queda poco control de mí mismo.
Los nervios de ella dieron un bote cuando sus ojos se encontraron. Para cuando se abrió la puerta del ascensor, a Paula le costaba respirar y le temblaban las piernas. Le daba igual qué era correcto y qué incorrecto, no iba a pensar en eso hasta el día siguiente. Rebuscó en el bolso y sacó la llave. Pedro se la quitó y abrió la puerta con impaciencia. En cuanto estuvieron dentro, se volvió hacia ella y dejó la maleta a un lado. Ella dejó caer el bolso al suelo justo cuando Pedro la tomó en sus brazos y la besó con pasión abrasadora. Se perdió en ese fuego, descubriendo que el ardor se incrementaba por segundos. Rodeó su cuello con las manos, deseando explorar su cuerpo viril. La camisa entorpecía su sensación así que empezó a apartarla de sus hombros. Comprendiendo lo que buscaba, Pedro desabrochó los primeros botones y luego la apoyó contra la pared mientras le sacaba la blusa de la falda e introducía las manos en su interior. Paula, sin aliento, apartó la boca. Él aprovechó para desabrocharle la blusa y quitársela, para hundir la boca en el valle de sus senos. Ella sintió que sus pezones se tensaban, anhelando el contacto de sus labios, tan cercanos. Tironeó de su camisa y disfrutó del placer de deslizar las palmas de las manos por los marcados músculos de su espalda.
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