Cuando Paula despertó, un rato después, Pedro había desaparecido. Que tuviera que repetirse que se sentía aliviada demostró la ambivalencia de sus emociones. Recogió sus cosas y volvió a la casa, agradeciendo que la familia no hubiera regresado aún. Una ducha rápida borró el rastro de su estancia en la piscina, y deseó que fuera igual de sencillo volver a meter al genio dentro de la lámpara mágica. Por fuera parecía serena, por dentro era un torbellino. El beso de la había inquietado y eso le disgustaba. Para combatir la sensación se esforzaría para adoptar la apariencia habitual: cada mechón de cabello recogido en su sitio con horquillas. No era una gran armadura, pero era la única de la que disponía para la batalla. Pasó el resto de la mañana en la biblioteca. Pudo concentrarse y borrar de su mente esos asombrosos ojos azules. Comió en la terraza con la familia. La sorprendió que él no apareciera, pero así tendría más tiempo para recuperar la compostura.
Paula trabajó hasta que llegó la hora de subir a su habitación y asearse y vestirse para la cena. Mientras examinaba su exiguo guardarropas, tuvo otra muestra de su ambivalencia al descubrirse deseando tener algo más que faldas y blusas. De inmediato, imaginó a Pedro sonriendo, pensando que se había arreglado por él, y su espalda se tensó. No iba a volver a sus antiguas costumbres, cuando vestirse para atraer a un hombre había sido tan normal como respirar. Era una persona distinta; mejor y por encima de esos trucos. Por eso, cuando salió de la ducha se puso la falda azul y la blusa de seda blanca sin mangas. Con el cabello recogido y aspecto sereno y eficiente, su reflejo le devolvió la fuerza de voluntad. La mujer que veía en el espejo parecía capaz de enfrentarse a todo. Pero una vocecita traicionera cuestionó que fuera así. Aimi se había creído por encima de la tentación, y Pedro estaba probando que se había equivocado. Pensar en él era un error, porque le hacía recordar el beso y la tormenta que había desatado en su interior. Gruñendo por su estupidez, Paula dejó de mirarse e inspiró varias veces. «Puedes hacerlo, Pau. Recuerda cuánto has trabajado para llegar donde estás. Piensa en Sofía y en lo que le prometiste hacer para compensar lo ocurrido. Sé fuerte. Sé fuerte». Unos minutos después, cuando se estaba poniendo los zapatos, llamaron a su puerta. Sorprendida, abrió y se encontró con Pedro. Llevaba una camisa blanca que resaltaba el intenso color de sus ojos y tenía las manos metidas en los bolsillos de un elegante pantalón oscuro. El conjunto era un regalo para la vista y ella rezongó para sí.
—Como Fede no está, he pensado que me correspondía escoltarte a cenar —explicó él con una de sus sonrisas traviesas—. ¿Estás lista?
—Creo que sabré bajar la escalera yo sólita —dijo Paula con ironía.
Pedro no se inmutó.
—Estoy seguro, pero mis padres se esforzaron mucho para que tuviéramos buenos modales, así que deberías aceptar mi caballeroso gesto —contraatacó él con ojos chispeantes.
Consciente de lo ridículo de estar allí parada, discutiendo con él, Paula salió y cerró la puerta.
—¡Y yo que creía que los tiempos de la caballerosidad se habían acabado! —se burló, yendo hacia la escalera a paso rápido.
Pedro la siguió.
—Eres una mujer difícil de complacer —se quejó él.
—Lo cierto es que es muy fácil. Si te marcharas, me complacerías mucho —le devolvió, con sorna.
Casi dió un bote cuando el puso la mano bajo su codo mientras empezaban a bajar la escalera. Aunque leve, el contacto le llegó muy adentro.
—Ambos sabemos que eso no es verdad, cariño. Tengo una idea bastante clara de qué te complacería, y no sería que me fuese —dijo él con voz sexy.
Los nervios de Paula iniciaron una serie de volteretas. Era difícil mantener la compostura ante un ataque tan fuerte, pero lo consiguió.
—¿También te enseñaron tus padres a ser descarado? —preguntó, aguda.
—No, eso lo aprendí yo sólito —rió él.
—Sí, no lo dudo —dijo ella, pensando que había aprendido de maravilla.
—Eso se te da muy bien —comentó Pedro.
Paula lo miró con el ceño fruncido.
—¿Qué?
—Mostrar desaprobación —aclaró él.
—Eso es porque te desapruebo —afirmó ella.
—Pero eso no te impide desearme, ¿Verdad, Pau? —la retó él, deteniéndose al llegar a la planta baja.
Negar que lo deseaba sería fútil, el hombre no era ningún tonto. Leía a las mujeres con facilidad diabólica.
—Me impedirá involucrarme contigo, Pedro.
—No —movió la cabeza con seguridad—. Añadirá sabor a nuestra aventura. Lo estoy deseando.
Irritada más allá de lo que creía posible, sobre todo porque parte de ella sabía que Jonas tenía razón, agitó un dedo con ira.
—Escúchame, Pedro Alfonso...
—Te pones guapísima cuando te enfadas —dijo él con una sonrisa que habría derretido el hielo.
—¡Para ya! —Paula, impotente, casi dió una patada en el suelo de pura rabia.
—No lo haría, incluso si pudiera. Estoy embobado contigo, Paula Chaves, y no pararé hasta apagar la fiebre que me quema.
Como declaración, era de órdago. A Paula la dejó sin aire. Movió la cabeza, desconcertada.
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