—Algunos demonios son más difíciles de dominar que otros. Hay cosas imperdonables —dijo con voz queda, hablando desde el corazón.
—Cierto. Pero no somos quiénes para perdonar en ciertos casos. Compete a seres superiores. ¿Quieres hablar de ello? —la azuzó con cariño.
Ella supo que había dicho demasiado.
—No hay nada de que hablar —movió la cabeza negativamente y liberó su mano.
—Pau... —empezó Pedro.
Calló al ver la fiereza de su mirada.
—¡No! —clamó, autoritaria—. De vez en cuando tengo pesadillas. No tienen por qué preocuparte. Deja el tema, por favor.
Él dió la impresión de que querer discutir pero, finalmente, se encogió de hombros con fatalismo.
—Muy bien —aceptó—. Pero recuerda que si quieres hablar de algo, estoy aquí para escucharte.
Paula tomó aire; había estado a punto de perder la calma. Aunque no había revelado nada, Pedro había captado que tenía secretos. Tendría más cuidado en el futuro.
—Gracias por el ofrecimiento, pero dudo que vaya a hacer uso de él.
—Seguirá en pie, en cualquier caso —dijo Pedro.
Cambiaron de tema, y Paula consiguió relajarse mientras él hablaba de su reunión en clave de humor. Sin embargo, poco a poco el cansancio la dominó.
—Disculpa —dijo, tras el tercer bostezo.
Pedro soltó una carcajada.
—Será mejor que me vaya, así podrás acostarte —dijo, poniéndose en pie.
—¿Te vas? —preguntó ella, atónita.
Había supuesto que querría quedarse a dormir.
—Sé lo que estás pensando, pero vine a cenar contigo. Mi intención no era acabar en la cama —la miró a los ojos—. No me malinterpretes. Me encantaría hacerlo, pero quiero demostrarte que esta relación no se limita al sexo.
—¿Qué es, entonces? —Paula sentía que el corazón botaba en su pecho.
Pedro la rodeó con los brazos y la besó profundamente. Ella vió la pasión en sus ojos.
—Se trata de que nos conozcamos. Ya sé lo que hace que tu cuerpo reaccione al mío, y el mío al tuyo. Ahora quiero saber qué te motiva.
—¿Por qué?
—El por qué llegará después —dijo él, soltándola—. Ahora, acompáñame a la puerta —le ofreció la mano y ella obedeció—. Gracias por la cena. Estaba deliciosa.
—¿Estás seguro de que no puedo tentarte para que te quedes? —preguntó Paula, sonriéndole.
—Cielo, podrías tentarme para que hiciera cualquier cosa —gruñó Pedro, cerrando los ojos—. Pero me prometí que haría esto. Buenas noches, Pau. Te llamaré mañana.
Paula contempló cómo salía e iba hacia la escalera. Él alzó la mano en despedida y se marchó. Ella cerró la puerta y reflexionó sobre el inesperado fin de la velada. La había impactado que Pedro le dijera que había gritado en sueños. Y también que no hubiera insistido en el tema. Sabía que él pretendía ayudarla, pero no podía hablar del pasado porque no quería rememorarlo. Si lo hacía no podría aferrarse a la felicidad que sentía. No había esperado que la velada acabara así, pero se sentía muy complacida. Y eso importaba mucho. Era como si él la entendiera mejor que ella misma. Volvió al comedor y empezó a recoger la mesa. En vez de llenar el lavavajillas, decidió entregarse a la labor de fregar y secar los cacharros. Le pareció relajante. Cuando acabó, ya tarde, se fue a la cama. Se puso el camisón y se abrazó a la almohada. Cerró los ojos y deseó soñar con Pedro, sin pesadillas.
Al día siguiente, se aseguró de recogerse el pelo antes de ir a trabajar. Fede tenía una operación y estaría en el hospital, así que Paula entró en la casa y se sentó ante el escritorio con intención de clasificar montones de papeles. Sin embargo, muy pronto su mente divagó hacia Pedro. La noche anterior había sido diferente, y no sabía cómo interpretarla. Se puso en pie y fue a la ventana, para mirar el jardín. El hombre era un misterio; no era el donjuán que había creído. Había apaciguado sus pesadillas sin que ella se diera cuenta, sin despertarla. Y después se había quedado. Muchos hombres habrían huido tras enfrentarse a, como él decía, sus demonios. Sin embargo, había ofrecido ayudarla, si podía. Además, había dicho que quería conocerla mejor. No sabía por qué, ni tampoco por qué eso la reconfortaba. Suspiró y volvió al escritorio. Tenía más preguntas que respuestas y poco tiempo para darles vueltas. Acababa de sentarse cuando sonó el timbre de la puerta. Oyó al ama de llaves de Federico abrir; poco después, la mujer entró al despacho, tras unos discretos golpecitos en la puerta.
—Acaban de traer esto para tí, Paula—declaró con una sonrisa, ofreciéndole una caja alargada.
—¿Para mí? —Paula la aceptó con sorpresa.
—Lleva tu nombre —contestó la mujer con una risita.
Salió del despacho, cerrando la puerta.
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