viernes, 16 de marzo de 2018

Desafío: Capítulo 28

—Algunos  demonios  son  más  difíciles  de  dominar  que  otros.  Hay  cosas  imperdonables —dijo con voz queda, hablando desde el corazón.

—Cierto.  Pero  no  somos  quiénes  para  perdonar  en  ciertos  casos.  Compete  a  seres superiores. ¿Quieres hablar de ello? —la azuzó con cariño.

Ella supo que había dicho demasiado.

—No hay nada de  que hablar  —movió  la  cabeza  negativamente  y  liberó  su  mano.

 —Pau... —empezó Pedro.

Calló al ver la fiereza de su mirada.

—¡No!  —clamó,  autoritaria—.  De  vez  en  cuando  tengo  pesadillas.  No  tienen  por qué preocuparte. Deja el tema, por favor.

Él  dió  la  impresión  de  que  querer  discutir  pero,  finalmente,  se  encogió  de  hombros con fatalismo.

—Muy bien —aceptó—. Pero recuerda que si quieres hablar de algo, estoy aquí para escucharte.

Paula tomó  aire;  había  estado  a  punto  de  perder  la  calma.  Aunque  no  había  revelado  nada,  Pedro había  captado  que  tenía  secretos.  Tendría  más  cuidado  en  el  futuro.

—Gracias por el ofrecimiento, pero dudo que vaya a hacer uso de él.

—Seguirá en pie, en cualquier caso —dijo Pedro.

Cambiaron  de  tema,  y  Paula consiguió  relajarse  mientras  él  hablaba  de  su  reunión en clave de humor. Sin embargo, poco a poco el cansancio la dominó.

—Disculpa —dijo, tras el tercer bostezo.

 Pedro soltó una carcajada.

—Será mejor que me vaya, así podrás acostarte —dijo, poniéndose en pie.

—¿Te  vas?  —preguntó  ella,  atónita. 

Había  supuesto  que  querría  quedarse  a  dormir.

 —Sé  lo  que  estás  pensando,  pero  vine  a  cenar  contigo.  Mi  intención  no  era  acabar  en  la  cama  —la  miró  a  los  ojos—.  No  me  malinterpretes.  Me  encantaría  hacerlo, pero quiero demostrarte que esta relación no se limita al sexo.

—¿Qué es, entonces? —Paula sentía que el corazón botaba en su pecho.

Pedro la rodeó con los brazos y la besó profundamente. Ella vió la pasión en sus ojos.

—Se trata de que nos conozcamos. Ya sé lo que hace que tu cuerpo reaccione al mío, y el mío al tuyo. Ahora quiero saber qué te motiva.

—¿Por qué?

—El  por  qué  llegará  después  —dijo  él,  soltándola—.  Ahora,  acompáñame  a  la  puerta —le ofreció la mano y ella obedeció—. Gracias por la cena. Estaba deliciosa.

—¿Estás  seguro  de  que  no  puedo  tentarte  para  que  te  quedes?  —preguntó  Paula, sonriéndole.

—Cielo,  podrías  tentarme  para  que  hiciera  cualquier  cosa  —gruñó  Pedro,  cerrando los ojos—. Pero me prometí que haría esto. Buenas noches, Pau. Te llamaré mañana.

Paula contempló cómo salía e iba hacia la escalera. Él alzó la mano en despedida y se marchó. Ella cerró la puerta y reflexionó sobre el inesperado fin de la velada. La había impactado que Pedro le dijera que había gritado en sueños. Y también que  no  hubiera  insistido  en  el  tema.  Sabía  que  él  pretendía  ayudarla,  pero  no  podía  hablar del pasado porque no quería rememorarlo. Si lo hacía no podría aferrarse a la felicidad que sentía. No había esperado que la velada acabara así, pero se sentía muy complacida. Y eso importaba mucho. Era como si él la entendiera mejor que ella misma. Volvió al comedor y empezó a recoger la mesa. En vez de llenar el lavavajillas, decidió entregarse a la labor de fregar y secar los cacharros. Le pareció relajante. Cuando  acabó,  ya  tarde,  se  fue a la  cama.  Se  puso  el  camisón  y  se  abrazó  a  la  almohada. Cerró los ojos y deseó soñar con Pedro, sin pesadillas.

Al  día  siguiente, se  aseguró  de  recogerse  el  pelo  antes  de  ir  a  trabajar.  Fede tenía  una  operación  y  estaría  en  el  hospital,  así  que  Paula entró  en  la  casa  y  se  sentó ante el escritorio con intención de clasificar montones de papeles. Sin embargo, muy pronto su mente divagó hacia Pedro. La noche anterior había sido diferente, y no sabía cómo interpretarla. Se puso en pie y fue a la ventana, para mirar el jardín. El   hombre   era   un   misterio;   no   era   el   donjuán   que   había   creído.   Había   apaciguado sus pesadillas sin que ella se diera cuenta, sin despertarla. Y después se había quedado. Muchos hombres habrían huido tras enfrentarse a, como él decía, sus  demonios.  Sin  embargo,  había  ofrecido  ayudarla,  si  podía.  Además,  había  dicho  que  quería  conocerla  mejor.  No  sabía  por  qué,  ni  tampoco  por  qué  eso  la  reconfortaba. Suspiró y volvió al escritorio. Tenía más preguntas que respuestas y poco tiempo para darles vueltas. Acababa de sentarse cuando sonó el timbre de la puerta. Oyó  al  ama  de  llaves  de  Federico abrir;  poco  después,  la  mujer  entró  al  despacho,  tras  unos discretos golpecitos en la puerta.

—Acaban  de  traer  esto  para  tí,  Paula—declaró  con  una  sonrisa,  ofreciéndole  una caja alargada.

—¿Para mí? —Paula la aceptó con sorpresa.

—Lleva  tu  nombre  —contestó  la  mujer  con  una  risita. 

Salió  del  despacho,  cerrando la puerta.

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