Paula llegó a casa excitada, pero también nerviosa. Hacía mucho que no cocinaba para nadie y no tenía ni idea de qué le gustaba a Pedro. Decidió que hacía demasiado calor para comer algo pesado y optó por un arroz con verduras, buen vino y pan fresco. Era un plato fácil de hacer, una suerte, dado su nerviosismo. Preparó todos los ingredientes y luego se dio un baño y se lavó el pelo. Tras secarse, se puso ropa interior de seda, color borgoña, y fue a examinar el armario. No había en él nada que pudiera inspirarla. Ni siquiera tenía un vestido elegante. Toda su ropa de trabajo era funcional, diseñada para decir al mundo que era seria y eficaz; el resto era demasiado informal para cenar. Tendría que haber ido de compras, pero ya era demasiado tarde. Al final se decidió por unos pantalones grises y una blusa de seda color crema, sin mangas. Al mirarse al espejo lamentó, por primera vez, no tener nada más femenino que ponerse. Su lencería era muy sensual porque, en teoría, nadie la vería nunca. Suspiró y se recogió el pelo. Podría habérselo dejado suelto, pero le resultaba difícil abandonar todos sus viejos hábitos a la vez. Quizá algún día, pero aún no. Volvió al comedor y puso la mesa con su mejor mantelería y vajilla de porcelana. Le gustaban las cosas de calidad y las copas de cristal que sacó del armario eran elegantes y bellas. Satisfecha con la mesa, fue a la cocina, se puso un delantal y empezó a preparar la tarta de queso que serviría de postre. El timbre de la puerta sonó quince minutos después. Miró el reloj; sólo eran las siete y cuarto. Demasiado pronto para Jonas, así que supuso que sería su vecina, Ruth, que a veces iba a pedirle leche o azúcar. Se limpió las manos en un paño y fue a abrir. La sorprendió ver que sí era Pedro.
—¡Llegas pronto! —exclamó, como una tonta.
Él hizo una mueca.
—Lo sé. He esperado tanto como he podido, pero la necesidad de verte ganó la partida y aquí estoy —confesó con una sonrisa de chico malo.
Paula volvió a sentir un burbujeo interior y no pudo evitar devolverle la sonrisa.
—Ya lo veo. Será mejor que entres —dió un paso atrás.
Él entró y cerró la puerta a su espalda. Puso la mano en sus hombros y la atrajo. Inclinó la cabeza y la besó, larga y deliberadamente. Paula se deshizo contra él con un suspiro de placer; llevaba todo el día deseando eso. Cuando Pedro alzó la cabeza de nuevo, lo miró con los ojos nublados y él sonrió.
—Cuando me miras así, sólo deseo alzarte en brazos y llevarte a la cama —confesó él, ronco.
—No puedes. Estoy preparando la cena —señaló ella.
Él suspiró con resignación.
—Supongo que entonces tendré que esperar. Pero hay una cosa... —antes de que pudiera detenerlo, Pedro le quitó las horquillas del moño, dejándole el cabello suelto—. Así está mejor. Ahora pareces la mujer que se durmió en mis brazos anoche.
La sonrisa de Paula se apagó un poco. No había estado preparada para que hiciera eso. Se sentía incómoda con el súbito cambio de imagen. Sin embargo, la forma en que la miraba le hizo controlar el impulso de restaurar el orden.
—Me molestará para guisar —protestó sin mucho convencimiento.
—¿Pero te lo dejarás así? —acarició la rubia melena.
—Sí —aceptó, sabiendo que si no lo hacía él insistiría en saber por qué.
Seguramente creía que era un peinado de trabajo, pero era más que eso. Aunque había dado un paso de gigante dejándolo entrar en su vida, aún había muchas cosas de las que no podía hablar.
—Llévame a la cocina y te ayudaré —sonrió él.
—¿Sabes guisar?
—Pronto lo descubriremos.
Resultó que Pedro se manejaba muy bien en la cocina. Se quitó la chaqueta, la dejó en una silla y se arremangó la camisa. Divertida, Paula le encargó algunas tareas y charlaron mientras ella terminaba de preparar la tarta de queso. El ambiente doméstico la agradó. Como viejos amigos, llevaron la comida al comedor y se sentaron a cenar disfrutando de la brisa que entraba por la ventana. Ella no recordaba la última vez que se había sentido tan relajada; según avanzó la velada, bajó la guardia hasta que casi desapareció. Estaba casi eufórica, como si se hubiera quitado un enorme peso de encima. Sabía que era feliz y le gustaba la sensación. Jonas insistió en preparar el café y cuando volvió, ella alzó la cabeza sonriente y echó el pelo hacia atrás. Él se quedó inmóvil, mirándola.
—Haz eso otra vez —pidió.
—¿Hacer qué? —preguntó ella, intrigada.
—Echa el pelo hacia atrás, como acabas de hacer —aclaró él.
Paula arrugó la frente.
—¿Por qué? —Porque me has recordado a alguien, y no se a quién —musitó. Estudió su rostro un momento y movió la cabeza—. No, no lo recuerdo. ¿Te han dicho alguna vez que te pareces a alguien?
A Paula se le encogió el estómago. Si le decía que se parecía a su madre, cabía la posibilidad de que recordara la noticia sobre la hija de la famosa actriz, que había saltado a los periódicos internacionales. No quería eso. No quería que preguntara por su pasado ni que supiera el tipo de persona que había sido.
—No —negó con tanta serenidad como pudo—. Nadie. No creo ser una mujer que se parezca a ninguna otra —añadió, con una risita inquieta.
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